El despertar

Anoche me dormí con el deseo de despertarme, me suele suceder todas las noches.

Me parece inútil esa pausa inconsciente de ocho horas, una perdida del poco tiempo de mi vida que ya de por si es corta, aunque con el correr de los años la suerte me acompañe y me transforme en un anciano.

Me aterra <tal vez no sea la palabra exacta>, no despertar. Quedar inmerso en una nada interminable sin siquiera haberlo planificado o por lo menos haber recibido un aviso previo. Un dolor en el pecho, la respiración entrecortada, una señal que me permitiese ir haciéndome a la idea de no volver a ser parte de este mundo.

No suele sucederme todas las noches. Algunas intento   quedarme despierto para ser testigo del momento exacto en quedarme dormido. Es inútil. Cuando creo que estoy por lograrlo, cuando mi mente se arremolina en el limite entre la vigilia y el sueño, la conciencia me reclama volver. Un mecanismo de defensa. Miedo a no volver a despertar.

Antes de anoche, cuando al fin me dormí, soñé que, a través de un muro transparente, penetraba en un mundo nuevo. Ingresaba a una ciudad desconocida pero familiar, un barrio, un sitio alojado en mi mente temprana.

Luego una calle donde tres amigos que no reconocí jugaban a la pelota. No recordaba sus caras, pero estaba seguro de que éramos amigos o lo fuimos. Me invitaron a pelotear un rato. Yo era buen jugador, pero temí que los años hubiesen desgastado mis habilidades. Acepté, <primero al arco>, me apuré en decir. Canté pri. No confié en ese momento en mi estado físico, pero con los primeros pases me di cuenta de que aun conservaba la agilidad y los músculos respondían a los impulsos de mi cerebro. Pasamos toda la mañana pateando la Pulpo de goma roja con rayas amarillas.

Los cuatro vestíamos pantalones cortos, zapatillas de lona y una remera con algún zurcido. En las rodillas embarradas, brillaban moretones de sangre seca, producidos por algún porrazo, (caída).

El barrio me generaba cierta añoranza de mi niñez. Casas modestas y bajas, veredas de baldosas cuadriculadas color bordó. Las chicas jugando a la mancha, nosotros a las figuritas redondas con las imágenes de nuestros jugadores de futbol preferidos. El campeonato de bolitas alrededor del árbol de Don Vicente que por la tarde era nuestro refugio. Trepábamos a sus ramas, cada uno tenia su lugar y allí planeábamos las travesuras del día siguiente.

Los amigos eran los mismos, de a poco fui recordando sus caras, su contextura física y hasta sus voces. Tal vez me negaba a reconocerlos, no era mi realidad, solo secuelas de los momentos vividos que suelen quedar impresos en nuestra piel y que el sueño los reproduce como reales.


 

Nunca puedo cerrar los ojos y dormirme inmediatamente. Recorro los episodios del día como si fuesen los últimos que fuese a vivir. A veces mi canción favorita, la que me emocionó al escucharla por primera vez, recorre mis neuronas.

La melodía se instala en mi mente como si los músicos la estuviesen ejecutando al pie de mi cama. Cada instrumento recorre mi cerebro. Puedo separar la bordona del contrabajo que lleva el ritmo con los acordes de los violines, el sonido agudo de una trompeta y las notas armoniosas del piano.

A veces se me pega alguna canción que escuché durante el día y que, a pesar de mis esfuerzos, se niega a abandonarme. Termina y vuelve a empezar sin solución de continuidad.

Para luchar contra esa tortura musical, pienso en cosas fantásticas. Mi imaginación recorre el universo, profundo e incomprensible. Las estrellas tan lejanas, la posibilidad de vida mas allá de nuestro sistema solar. O solamente la lenta aparición en cada atardecer, de esos soles lejanos con el propósito de que la noche no sea tan oscura.

En ese momento decido que soy un espectador privilegiado sentado en primera fila. Que el cosmos se manifiesta solo para que yo lo contemple. Que, sin mi mirada asombrada, no existiría. Me convenzo de que el universo tiene entidad, porque alguien lo observa.

El sol asomando por la ventana me despertó, sentí nostalgias del sueño y la sensación de que fue diferente a lo que recordaba. Las imágenes que durante el día se fueron borrando. Quise conservarlas, me esforcé para que siguieran presentes, no me resignaba a perder para siempre esa sensación de libertad que brinda la niñez, cuando la mente esta vacía de las preocupaciones de los adultos y jugar, jugar y jugar, es lo mas importante que nos puede suceder.


 

A la noche siguiente me dormí sin preguntarme si volvería a despertarme, deseaba continuar el sueño y así fue. Esta vez no hubo sustancia viscosa ni pasaje mágico. Me encontré sentado en el cordón de la vereda junto a dos de mis tres amigos. Al preguntar, por el más rubio, uno de ellos me dijo solemnemente, murió.

Me pareció natural que como en una novela, algún personaje muera. Al fin de cuentas solo era un sueño y el argumento lo manejaba mi mente que se había tomado la libertad de matar a unos de mis amigos.

Yo, como protagonista, le había cedido a mi cerebro la facultad de novelarlo de acuerdo con la autonomía que los cerebros tienen.

Creo que es así, como cuando llegamos a un lugar sin haber sido conscientes del recorrido.

 


 

La noticia la de la muerte de mi amigo fue algo tan natural y hasta intrascendente que decidimos jugar los tres a la espera de que algún otro chico se sumara.

A esa edad, no hay algo más tentador que sumarse a un picado en el medio de una calle por la que ningún auto transita. Solo algunas personas de andar cansino iban y venían como buscando una salida. Semejantes a extras de una película.  Nos miraban desconfiados. No se animaban a jugar o no sabrían cómo hacerlo.

Un vecino que estaba sentado en la puerta de su casa se ofreció de arquero, nos resultó conveniente, así seriamos dos contra dos.

Mientras tanto esperaríamos a que el amigo que se había muerto volviese. Seguro se había despertado para ir al baño o a tomar agua y en cualquier momento volvería a dormirse y entraría nuevamente en el sueño. Salvo que fuese el que tanto temo. Profundo y eterno.


 

Me desperté transpirado, había corrido bastante porque el vecino se quedaba inmóvil en el arco y no colaboró durante todo el partido en los avances que yo pretendía organizar con él.

Tome un poco de agua del vaso que siempre dejo sobre la mesa de luz durante la noche y volví a dormirme. Si el vecino insistía en jugar con nosotros debería esmerarse mas.

Me desperté y volví a dormirme varias veces, el ida y vuelta me hizo perder la noción de la realidad. Mis pensamientos entrelazados trataban de recordar y a la vez soñar intentando que los recuerdos de lo vivido no se borraran.

Lo que escribo lo tengo anotado en una libreta de apuntes para no olvidarme los detalles, aunque, ahora que lo pienso yo no tengo una libreta de apuntes. ¿O sí? No sé.


 

Regresé al sueño, a la calle donde transité mis primeros pasos, donde disfruté los primeros juegos A las veredas donde mi bicicleta serpenteó esquivando baldosas rotas, ramas caídas de los arboles añosos. Al lugar donde esa tarde atropellé a Doña Rosa cuando salía de su casa camino al almacén de Don Tobías.

Reconocí a mi barrio (mi calle) por el olor de las flores del jacarandá que se erguía en la puerta de lo que fue mi casa. El árbol, que en cada primavera decoraba la calle con una explosión de flores lilas.

El frente enrejado, pintado de verde de la vecina de al lado, lucía igual. La calle estaba desierta. La noche se derrumbaba sobre las casas sin luces en su interior.

El perro blanco que era de todos y de nadie se sentó a mi lado.

Como un guardián me acompaño a encontrarme con mis amigos. A lo lejos lo reconocí a Eduardo parado en la esquina. Empecé a recordar sus nombres, Daniel, Quique, Antonio, al fin me sentí integrado. Su aspecto no era el mismo, avejentado, abatido por todos los partidos que la vida le obligó a jugar y que a medida que los minutos corrían, el final estaba cerca, como mucho jugaría unos minutos de descuento.

Que haces por aquí, me dijo, con los ojos fijos en el farol que colgaba en el medio de la calle, el mismo que nos vio jugar a la pelota en las noches cálidas de verano.

¿Venís para quedarte?, sonrió

¿Qué?, le respondí, ¿dónde están los demás, no hay partido?

Giró la cabeza, su mirada vacía me increpó. Tratá de despertarte, apurate, puede ser demasiado tarde.

Dentro del sueño mi voluntad no contaba, el argumento no me pertenecía.

El ultimo recurso sería que mi esposa me despertara para desayunar o algún sonido familiar me trajera de vuelta.

Eduardo comenzó a caminar hacia un sendero cubierto de neblina, era noche cerrada, su imagen se fue perdiendo hasta desaparecer con un fogonazo.

Esperé unos instantes, nada más que silencio, comprendí que la luz no regresaría, que ya era hora de jugar el ultimo partido con mis amigos de siempre.

La bruma se disipó dando paso a las estrellas que comenzaron a iluminar la noche.

Entre las más brillantes había tres que titilaban en forma continua.

Reconocí el llamado, miré hacia atrás, nadie me reclamó. Al fin dejaría de ser un espectador, para formar parte del espectáculo.

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