La aventura de Don Hilario

El chapoteo de las  zapatillas de Chicho formaban una nube húmeda a su alrededor semejante a la que distribuye el regador sobre la plaza. La lluvia había cesado pero el agua se negaba a escurrirse entre el empedrado rústico que evocaba tiempos pasados cuando los carros tirados por fornidos alazanes transportaban a los señores de la región.

Sus doce años recién cumplidos lo tenían ajeno a aquellas épocas, ansiaba terminar la primaria y entrar a trabajar al taller de Don Hilario.

La carrera acompasada se asemejaba a un paso de ballet en el que cada pierna se elevaba graciosa produciendo un spray marrón que los rayos del sol transformaba en una lluvia multicolor. Las campanas de la iglesia anunciaban el mediodía, debía ser puntual sino, como algunas veces había sucedido, Don Hilario enfilaría hacia la calle de tierra que llevaba a  la herrería. No le seria difícil alcanzarlo para  mostrarle que su edad no le impedía ser una persona cumplidora.

Llevaba el almuerzo que su mamá le había preparado, apenas dos rebanadas de pan untadas con manteca y una feta de paleta cocida.

Un poco agitado logró emparejar la marcha de Don Hilario que lo miró de reojo con sus labios estirados en una tenue sonrisa.

Luego del almuerzo comenzaban a trabajar, Chicho lo asistía sin perder detalle del funcionamiento de las herramientas que con el tiempo tendría entre sus manos para soldar las partes que se transformarían en una ventana o una puerta.

Pero lo que mas disfrutaba con admiración era cuando Don Hilario, armado de un cincel, recorría los metales dibujando formas similares a la que colgaba en el fondo del taller, unas siluetas difusas hechas en estaño e insertadas en un placa curvada de bronce.

En la mitad de la tarde tomaban un descanso, Chicho preparaba el mate, Don Hilario aportaba los bizcochos de grasa que había comprado en la despensa camino al taller.

Esa tarde Chicho insistió,  -Don Hilario, cuénteme la historia de las siluetas, seguro que deben tener una.

La lluvia había regresado, los relámpagos auguraban una tormenta intensa por lo que a Don Hilario le  pareció propicio que Chicho al fin conociera  la historia de las siluetas con el sonido de los truenos como fondo.

-Vas a tener que hacerlo aguantar al mate dijo Don Hilario,  esta historia nunca la conté, quiero que me prestés atención y ni te levantés para cambiar la yerba, ¿estamos?. Chicho respondió asintiendo con la cabeza, para no interrumpir el comienzo del relato.

Don Hilario se acomodó en la arruinada silla mirando a través del portón entreabierto las tempranas gotas de lluvia, le dio la primera chupada al mate y dio rienda suelta al relato.

¿Me imagino que no pensarás que siempre tuve esta edad?. Supe vivir años jóvenes. Cuando tenía diez años, a pesar de las protestas de la vieja que no quería que  abandonara la escuela, mi padre empezó a traerme a la herrería. Dibujaba muy bien y mi sueño, influido por los deseos de mi madre, era ser pintor, no de paredes sino de cuadros.

La vida me tenía reservado otro destino, el viejo se fue de este mundo un mes después de que cumplí trece años, justo cuando había decidido anotarme en la escuela de Bellas Artes. Tuve que hacerme cargo de la herrería, había que parar la olla y pagar los gastos de mi hermana que estaba estudiando en Bahía Blanca.

Cuando andaba por los veintidós me enteré por un amigo que en el puerto  estaban convocando a grumetes que quisieran aventurarse al trayecto Comodoro Rivadavia-Punta Arenas rodeando la isla de Tierra del Fuego. Como te imaginarás, mi madre se opuso, pero sentí en ese momento que me merecía una aventura, me anoté y en un par de días estábamos zarpando.

La travesía al principio fue tranquila, mar y costa, a veces solo mar, trabajo liviano y la sensación de libertad que te provoca la inmensidad del océano, el sol en lo alto y el viento pegándote de lleno en la cara. En las noches de luna, el frío no era impedimento para que nos quedáramos sobre cubierta, contemplando el cielo estrellado, tratando de descubrir las constelaciones, dilucidando cuales puntos luminosos serian planetas y sobre todo, asombrados ante la majestuosidad del universo.

Éramos ocho grumetes, algunos disfrutábamos la aventura y otros se la pasaban vomitando por el movimiento del barco. Por la noche, en el comedor abundaba el pescado y un agradable vino blanco chileno que el capitán atesoraba en su camarote. Si durante el día habíamos sido de utilidad y no una molestia para los marineros como muchas veces sucedía, aportaba una botella, solo una. Los quince, entre tripulantes estables y voluntarios, al sonoro descorche, agradecíamos con un aplauso.

Se comentaba que el capitán realizaba esa travesía desde hacía mas de veinte años y que tanto a Comodoro como Punta Arenas eran como su casa. Los mas antiguos comentaban que cuando el barco se iba acercando a la costa chilena su corazón se aceleraba debido al esperado encuentro con la mujer que lo aguardaba fielmente cada dos meses.

-El mate está bueno, ¿te aburro con el relato?, cuando me digás paro. Chicho lo miró con sus ojos llenos de curiosidad y Don Hilario entendió la respuesta.

A la altura del Canal de Beagle se desató una tormenta fea, nos balanceábamos  como si de repente el mar nos invitara a bailar una danza siniestra. Las olas nos golpeaban por babor y el barco se inclinaba peligrosamente. aferrado a la baranda de estribor por primera vez sentí pánico, me imaginaba devorado por un tiburón y los pedazos desgarrados de mi cuerpo flotando en el  mar. Pero no le dimos el gusto, el capitán y el timonel eran duchos, tenían oficio y lograron sortear la tormenta que nos desvió de nuestro rumbo, fuimos a parar derechito a Puerto Argentino, en las Islas Malvinas.

Hacía un par de años que había terminado el conflicto con los ingleses y todavía estaban sensibles a la aparición de cualquier embarcación por lo que apenas nos estábamos secando del baño salado que nos propinó la tormenta, teníamos dos lanchas patrulleras, una de cada lado, invitándonos gentilmente a que nos dirigiéramos a la base. Atracamos, tiramos el puente, los ingleses muy caballeros subieron a recibirnos exhibiendo sus armas y  nos invitaron a descender para poder requisar el barco. El capitán se opuso firmemente pero lo convencimos que no era el momento apropiado para desatar otro conflicto.

Nos alojaron en un galpón que según supimos después se había utilizado para depositar las armas de los soldados argentinos prisioneros. Ese lugar también se usó en el final de la guerra para que recibieran las primeras curaciones y servirles algo caliente a los que salían de las trincheras casi congelados.

No habían pasado diez minutos cuando apareció un oficial franqueado por dos soldados, preguntó en un castellano gangoso y cerrado si alguien hablaba inglés, el capitán se adelantó, por lo que sabíamos solo hablaba español con acento chileno pero logró entenderse con el gringo. El militar  lo tranquilizó, no pensaban retenernos en la isla, cuando mejoraran las condiciones climáticas podríamos zarpar. Nos pidió disculpas por las precauciones que habían tomado y esperaba que en el futuro eso ya no fuera necesario. Todos quedamos sorprendidos, habíamos luchado una guerra dos años atrás, teníamos un conflicto mas que centenario que nos enfrentaba y nos trataban amablemente como vecinos.

Lejos de sentirnos halagados un sentimiento de desconfianza habitaba en el grupo, posiblemente por el rencor de haber sido derrotados y porque, estando en tierra argentina, debíamos sentirnos contentos de que nos trataran como huéspedes.

El oficial invitó a nuestro capitán a recorrer las instalaciones, los pelirrojos que lo franqueaban se alejaron hacia una barraca y nosotros salimos tras ellos para no perder de vista a nuestro jefe que era la única referencia que teníamos para poder salir de las islas sin ningún contratiempo.

Y ahí fue cuando sucedió, mientras los dos desconocidos, inglés y argentino, separados por una historia de desencuentros se alejaban, el sol se ponía en el horizonte reflejando su anaranjada luz sobre la superficie del agua. El oficial y nuestro querido capitán se acercaron a la orilla  y enfrentándose cara a cara, se estrecharon la mano. Mientras lo hacían, el sol dibujó las siluetas de los dos, mostrándonos a los desconfiados espectadores la belleza de dos seres humanos en paz. No perdí tiempo, eché mano a mi mochila y me puse a dibujar exactamente lo que estaba pasando, mi mano se deslizaba  con urgencia, quería congelar ese momento.

Al día siguiente zarpamos hacia Rio Gallegos, dos meses después volví a casa. Tenía trabajo atrasado y los dibujos quedaron en el fondo de mi mochila.

Tiempo después me enteré que el barco, donde había vivido la aventura mas emocionante de mi vida, estaba anclado en el puerto. Sin pensarlo demasiado me subí a mi bicicleta y pude llegar antes de que zarpara. Mi capitán se acordaba de los dibujos y me encargó que los cincelara, que volvería por ellos. Ahí están, esperándolo.

El mate había aguantado, los ojos de don Hilario estaban brillosos, Chicho moqueaba.

–Don Hilario, preguntó Chicho con cierto interés ¿usted cree que volverá para llevarse las siluetas?

–Todavía me queda la esperanza pero, si no es así, cuando terminés la primaria, con buenas notas por supuesto, las siluetas serán tuyas.

– ¿Y podré contar la historia?

–Cuando sean tuyas, la historia también lo será.

Chicho se levantó y abrazó tiernamente a Don Hilario, abrazo de nieto, de amigo y de dos seres humanos en paz, como había aprendido esa tarde.

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