Si hay algo que nos cuesta entender es la muerte. Esa partida sin regreso, ese seco final que arroja por la borda todas las vivencias acumuladas durante años y que, sin importar edad ni condición, se aplica a la mayoría de los seres vivientes.
Digo la mayoría porque nosotros, los de mi linaje, contamos con un don que nos hace diferentes. Y hoy que mi primo Agustín acaba de morir por cuarta vez entiendo que es el momento apropiado para contarlo aunque mi relato no conduzca a nada o caiga en el lugar común de pontificar que al final del camino, ante lo inexorable de la muerte, lo que cobra más importancia es como hayamos transitado la vida.
La cuarta muerte de Agustín me resultó sospechosa. Siempre fue un tipo muy cuidadoso, respetaba las normas y hasta se enfurecía cuando alguno de nosotros que nos creemos inmortales, -en cierta manera lo somos-, las burlaba. Cuando me enteré que una camioneta lo había atropellado al cruzar la calle recordé con estupor los motivos de sus muertes anteriores.
Agustín, mi amigo y primo lejano unidos por cuarta o quinta generación nunca lo supe bien, era en extremo prudente aunque últimamente andaba distraído o más bien sumido en una profunda tristeza desde que su madre había muerto por quinta y última vez.
Recuerdo que el primer deceso de Agustín fue a causa de una cirrosis. La falta de temor a la muerte o de verla tan lejana nos lleva a cometer excesos que de ser más conscientes los evitaríamos.
La oportunidad del regreso no lo hizo más sabio, el alcohol y los tres paquetes de cigarrillos diarios le provocaron un infarto masivo que lo condujo en menos de un año al segundo boleto al otro mundo.
El motivo de su tercera muerte me resultó muy extraño. Los médicos diagnosticaron que se produjo a causa de una intoxicación con frutos de mar. Conozco bien sus gustos culinarios y Agustín de solo ver a los bichos mezclados en una ensalada o un guiso le provocan ganas de vomitar.
Pero más sospechosa fue esta última, una camioneta cuatro por cuatro negra con vidrios polarizados lo atropelló cuando salía de su funeraria y se dio a la fuga.
Lo que en realidad importa es que cualquiera hubiese sido el motivo lo dejó a merced de la quinta y última muerte obligada en nuestra familia.
A pesar de que lo volveríamos a ver, aun para nosotros, su muerte no fue un acontecimiento feliz.
En nuestra comunidad los velorios se suceden casi a diario, son solo una rutina más dentro de nuestras obligaciones. De los tantos servicios a los que concurrimos habitualmente, los de la familia de Agustín son los mejores. La funeraria de mi amigo, heredada de su padre luego de su última partida, es la más prestigiosa. Planifican lo inevitable para los que ambicionan una despedida digna y un trato acorde a la posición en la sociedad que ocupamos.
En esta ocasión Mercedes, su esposa, se ocupó personalmente que todo funcione a la perfección aunque esta vez no estuvo tan atenta como en la tercera muerte de su marido. A cada saludo dejaba escapar una sonrisa sospechosa, hasta parecía disfrutar la viudez, aunque fuese temporaria.
De todas maneras el trato a los deudos estuvo acorde a nuestro linaje y confirmó lo que se dice en nuestra comunidad “Cuando Agustín se muere, tiran el ataúd por la ventana”
Para mí no era una obligación estar ahí, además del lazo familiar era mi forma de agradecerle por la especial atención que tuvo cuando mi esposa Bárbara falleció repentinamente.
Los Elegidos, así nos llaman, constituimos una gran familia. Nuestro destino y los frecuentes funerales nos mantienen unidos. Por línea de sangre nos corresponden cuatro resurrecciones y solo la quinta muerte nos transporta al paraíso prometido. Para los que no pertenecen a nuestro linaje la vida eterna es una quimera, para nosotros es una certeza. Desde nuestra primera muerte, mientras nos preparan para la resurrección, se nos permite observar el Jardín del Edén. Es un privilegio que el Creador nos ha otorgado al elegirnos como su pueblo predilecto.
Según cuenta la leyenda la mutación sucedió hace miles de años cuando nuestra especie se extinguía. El brujo de nuestra tribu, luego de un peregrinar por las montañas, regresó con el Arca de la Eternidad que nos proveyó el don y para la seguridad de la especie se oculta en un lugar seguro hasta que llegue el final de los tiempos.
Volver a la vida no nos hace mejores pero cuenta con la ventaja que los demás mortales nos respetan como a seres superiores, como si fuésemos miembros de la realeza. Muchos sospechan que somos descendientes de alienígenas y los más desconfiados comentan en voz baja que no regresan los originales, sino copias surgidas de una clonación. Sea lo que fuere nuestra peculiaridad, gobernamos en forma permanente, nos sucedemos a nosotros mismos y dejamos los puestos secundarios a los “cruzas” que solo llegan a la tercera muerte.
Con estos medios parientes no tenemos contacto social. Ellos decidieron por amor unirse a los mortales, seres de bajo rango que se extinguirían si no fuera que nosotros alentamos su reproducción con el fin de servirnos de ellos.
Los funerales de la quinta muerte, donde nos despedimos para siempre en general son austeros y así fue el de la madre de Agustín. Se sirvió café y algunos bocadillos, necesarios para distraer el dolor en un momento tan definitivo. La ultima despedida o La Muerte como solemos definirla nos hace comprender de algún modo los sentimientos de aquellos que solo tienen la posibilidad de pasar una sola vez por este mundo. El trayecto hasta el Sector Cinco, donde depositamos a los que parten para siempre, es largo y cansador. Un destino poco frecuentado por nosotros, sufrimos una congoja a la que no estamos acostumbrados. Asistimos al cruel espectáculo de la humanidad que se derrumba, como testigos del despojo final, caemos en la cuenta de que es un destino al que ninguna criatura puede escapar.
Mi abuelo Anselmo goza de buena salud, con sus jóvenes ochenta y cinco años solo murió dos veces. En cambio a mi padre un aneurisma lo sumió en un coma profundo durante cuatro años y luego falleció. En casos así, donde el cuerpo está muy deteriorado, la resurrección no funciona y el finado va directamente al nicho cinco.
A mi madre en cambio la muerte la favorece, vuelve cada vez más joven. Después de la última resurrección comenzó a salir con mi hija que no murió nunca, son como hermanas. Está en pareja con un NM (nunca muerto) de veintiséis años que bromea con que es mi padrastro. Mi abuela a la que solo le queda una vida se hizo cargo de mi hermano menor que pobre, con catorce años, ya murió tres veces.
El cementerio estatal se ocupa de recibir el cuerpo y prepararlo para que vuelva a la vida. El proceso tarda seis meses, a veces menos si se trata de un funcionario de alto rango o un sacerdote.
A medida que se suceden las muertes, a las familias les resulta más difícil aceptar el regreso de quien falleció. Algunos esperan con ansiedad el momento para reencontrarse con su ser querido, otros se acostumbran a su ausencia y en muchos casos alguien ocupó el lugar del finado.
La tercera y cuarta muerte de Agustín me parecieron sospechosas porque las dos sucedieron a los pocos días de su regreso. Si bien la tercera se la atribuyó a una intoxicación, para mí fue envenenado y esta última, te lo digo Agustín como si me estuvieses escuchando, no me trago que fue un accidente. Las malas o buenas lenguas cuentan que vieron a la reciente viuda entrar a un hotel por hora en una camioneta igualita a la que atropelló a mi primo y que el dueño es un “cruza” muy acaudalado que ya murió dos veces.
Terminado el velorio nos dirigimos al cementerio. El cortejo se detuvo frente a la puerta principal, había gestos de fastidio entre los familiares, esa semana se habían muerto muchos conocidos. Nos turnábamos para asistir a los servicios pero resultaba bastante agotador poner cara de afligidos y lagrimear un poco una vez a la semana. Acompañé el féretro desde lejos hasta el nicho número cuatro, desde ahí pude divisar el tenebroso cartel que indicaba el Sector Cinco.
Me vino a la memoria el funeral de Bárbara. Treinta años juntos y no tuvo la delicadeza de morirse ni una vez. Ni siquiera la tentó que al resucitar lucimos más jóvenes, la piel recupera elasticidad, el pelo más brillo y los dientes su blancura. Casi setenta años sin morirse y yo camino a la tercera muerte.
Hace más de un año volví de la segunda rejuvenecido. Bárbara me recibió emocionada sin percibir o tal vez reconocer que nuestros cuerpos no encajaban, que físicamente habíamos dejado de ser pareja. A pesar de mis deseos acumulados tras ocho meses que tardaron en resucitarme solo pude darle un beso en la mejilla. Durante días me debatí entre mi obligación como esposo y mis sentimientos.
Tomé conciencia que la ventaja de la cuasi inmortalidad era una maldición y que al igual que el resto de los mortales debía aceptar lo que la vida me brindaba.
Con el convencimiento de que Bárbara no era un envase sino la mujer de la que me había enamorado y con la cual habíamos formado una hermosa familia, una noche accedí a hacer el amor, me concentré en los recuerdos de nuestra juventud, en aquellos fogosos momentos donde la pasión nos consumía y me abandoné al placer. Al finalizar, cuando nuestros rostros se enfrentaron un impulso asesino me hizo sostener la almohada sobre su cara hasta que con un largo suspiro abandonó provisoriamente este mundo.
Durante el velorio Agustín trató de animarme, volverá renovada me aseguró. Como ni siquiera sospechaba lo que había ocurrido, decidí contárselo. Agustín me escuchó atentamente mientras se rascaba la barbilla mirando el techo. Sabíamos que al regresar mi destino seria esperar el resto de mis muertes en una celda.
Puedo ayudarte me dijo, será una carga que deberemos llevar por el resto de nuestras vidas. Ocupate que su familia no asista al funeral, se acaba de desocupar un lugar en el Sector Cinco.
Muy bueno !!!
Cuando nos veamos te comento que me provocò . Me parece muy bueno tu iniciativa de escribir y seguramente te gusta mucho hacerlo . Felicitaciones . Fernando-