La Plaga

 

Me acuerdo, como no me voy a acordar si me parece que las estuvieses viendo venir por detrás del monte. Una marea gris en una danza armoniosa como si fueran un cardumen de sardinas, dándose formas extrañas para intimidar y pretendiendo ser una sola cuando eran miles, quizás millones que en unos pocos minutos dejaron el campo destrozado, peor que si lo hubiese sacudido un huracán o una gran tormenta de granizo.

La langosta!! gritaba la Eulalia, como  si por anunciarlo el zafarrancho no fuese a suceder. Siempre fue pretenciosa y charlatana, quería torcer la realidad a fuerza de palabras, como si de ella surgieran las verdades o el sonido de su voz pudiese controlar las fuerzas de la naturaleza. Corría de un lado a otro de la casa sin dejar de gritar, parecía una gallina detrás del alambrado que cuando te ven venir con el cuenco de maíz se desesperan como si fuese su última comida­. No son nada tontas porque de vez en cuando a alguna le toca y termina convertida en puchero. Al pasar delante de mí, la Eulalia me miraba inquisidora tratando de que me sumara a su locura. Yo recién había arreglado el mate y no quería que se me enfriara el agua, por más que me preocupase los bichos harían su trabajo en menos de media hora y ya habría tiempo de lamentarse.

Y así fue, no quedó ni un choclo para el puchero, las veinte hectáreas que habíamos sembrado tres meses atrás fueron generosas y la cosecha, si la hubiésemos levantado nosotros y no las langostas, nos alcanzaría para pasar el invierno bien aprovisionados y calentitos. El destino está plagado de desgracias y nos tocó a nosotros, igualito que en la inundación del setenta y dos, el agua arrasó plantación, gallinero y hasta el rancho. Esa vez nos fuimos a vivir a lo del Romualdo hasta que el agua bajara. Aproveché que la Eulalia estaba acompañada por la prima para hacer algunas changas en los pueblos vecinos a los que el agua no había alcanzado.

Unos días después del desastre, cuando la Eulalia se había calmado, me dediqué a recuperar lo poco  que los bichos habían dejado. Una mañana me levanté bien temprano tratando de no despertarla, metí algo de ropa en el bolso de cuero que heredé del tata y emprendí viaje hacia Gualeguaychú donde mi primo Coco, se llama Eugenio pero el tamaño de la cabeza lo dejó sin nombre desde chiquito, me había conseguido un conchabo en la estancia de los Waisman. Para la Eulalia no fue una sorpresa mi partida, le había dejado una notita diciéndole que en unas semanas estaría de vuelta, que no descuidara la quinta y que si necesitaba algo acudiera a mi primo que siempre fue muy generoso con nosotros, sobre todo con ella.

Pero no es sobre el trabajo en la estancia de los Waisman  lo que quiero contarle, tampoco la historia de lo que le sucedió a la Eulalia durante mi ausencia que de por sí sola merecería un relato aparte. Solo como comentario al margen le adelanto que según ella me contó, a los pocos días de mi partida,  pasó por el camino que lleva a Mercedes, una tropilla arriando vacunos. Que se detuvieron a refrescarse y aprovechar la parada para comer el resto del ternero que habían carneado dos días atrás y que traían en una olla cubierto de sal. Que la Eulalia aprovechó la oportunidad, les ofreció hacer un fuego y de paso cañazo participar del festín que significaba después del desastre, comer como Dios manda. Que después de dar cuenta del ternero los mozos se echaron a dormir sobre sus literas ayudados por el vino que en cantidades generosas habían tomado y que cuando todos roncaban como benditos, el jefe de la tropilla le comentó a la Eulalia que debido a su vida trashumante hacía más de un año que no dormía en una cama. Que la Eulalia animada por el vino accedió a su petición con tanta amabilidad que lo invitó a su cama y que al año de estar trabajando en la estancia de los Waisman recibí la noticia de que mi hijo había nacido.

Nunca fui muy bueno para los números pero las sonrisas socarronas de mis compañeros de barraca me hicieron sospechar. El asunto es que no estuve presente para el nacimiento del gurí y tampoco para la gestación.

Al mes de que recibí la noticia volví, juro que me emocioné cuando la vi a la Eulalia echada en la reposera bajo el alero, dándole de mamar al Juancito. En el mismo sitio donde aquella mañana, cuando las langostas arrasaron el campo, yo tomaba mate tranquilo sabiendo que la vida te da y te quita y que la buena fortuna decide sin preguntarnos, instalarse por un tiempo en nuestras vidas o desaparecer para siempre.

Al ver al gurí prendido a la teta el enojo que venía rumiando durante el viaje de vuelta amainó, porque sabe usted que cuando la tormenta se transforma en una llovizna que apenas moja, uno agradece y renueva la esperanza de que el sol vuelva a salir. ¿Le cebo otro mate, no quiero que se me vaya rengo?

Le sigo contando. El Juancito  se fue poniendo grande, tiene cinco, el año que viene lo voy a llevar a la misión para que me lo eduquen, quiero que sea curita. Ese es mi deseo pero vaya uno a saber. Los grandes pretendemos trazarles el camino pero el destino se tuerce o a veces se disfraza de fatalidad y hay que aceptarlo, como la langosta vio.

Pasaron los años, tuvimos buenas cosechas, poco rinde pero buenas. Yo quería otro hijo pero no tuvimos suerte, tampoco lo buscamos tanto, fueron pocas las veces en que pudimos ceder al rechazo de enfrentarnos cara a cara, éramos como imanes que se repelen al menor contacto, las heridas tardan en sanar o no lo hacen nunca. Como cuando mi vecino el Anselmo descubrió a la mujer revolcándose en el monte con un peón de la estancia vecina. Tuvieron la mala suerte que andaba calzado porque un zorro le había matado dos gallinas. No les dio tiempo a desenganchase, después de descargarles los nueve tiros los echó por el barranco y el arroyo hizo el resto, nunca los encontraron.

Eulalia se transformó en una mujer silenciosa, lejana, áspera como corteza de árbol. Por las noches después de acostar a Juancito, se sentaba bajo el alero con los ojos fijos en el sendero. Desde adentro del rancho podía escuchar su respiración agitada, el llanto ahogado de la persona que sufre cuando carga una pena más grande de la que puede soportar.

Nunca hablamos de lo que sucedió pero la vergüenza y el reproche anidaban en nuestros corazones como una punta de lanza que si se la arranca, uno muere desangrado.

Todo siguió su curso hasta que una mañana, todavía el sol no había dado muestras de su presencia, apareció la tropilla sobre el sendero. Desde la ventana pude ver en el rostro del que cabalgaba adelante la cara del Juancito hecho hombre alumbrado por la luna.

La Eulalia intentó levantar al gurí y salir corriendo a recibirlo. Por primera vez en mi vida impedí que las cosas solo sucedieran. Me paré frente a ella firme como soldado, se dio cuenta que nunca dejaría que se llevara a nuestro hijo, porque Juancito era de los dos, de ella porque lo había traído al mundo y mío porque decidí ser su padre sin haberlo concebido.

Como le dije al principio fue esa plaga la que torció el rumbo de mi vida, me alejó del rancho, me hizo cornudo y padre a la vez y ahora que en las excavaciones para construir el nuevo puente encontraron un rejuntado de huesos, me transforma en asesino.

Que se pensaron, que cuando tomaba mate tranquilo sentado bajo el alero mientras ellos se revolcaban en la cama no me pasaban cosas. Que cuando llevaba a pasear al gurí por el arroyo para que no la viese a la mamá besuqueándose con un extraño lo hacía de bondadoso que era. No mi amigo, solo lamía mis heridas pero no fue suficiente.

Esperé la oportunidad porque hasta para las peores cosas que un hombre está dispuesto a hacer hay un momento propicio. Me mostré indiferente a lo que sucedía a mí alrededor, mi atención estaba centrada en el gurí que ya empezaba a preguntar. Para ellos era un cero a la izquierda por lo que no fue difícil que me vieran inofensivo como un gorrión que al menor movimiento levanta vuelo. Confiaron y todos sabemos que la confianza mata al hombre y en este caso también a la mujer.

Desembuché para que no crea comisario que le voy a escapar el bulto, en  unos meses Juancito entra al monasterio, si me tenés un poco de paciencia, me entrego solito, vos me conocés, soy de aceptar las cosas como vienen.

4 comentarios en “La Plaga

  1. Gran cuento Hector…. toda una historia – una película- una síntesis muy bien contada de un larga historia…. «quería torcer la realidad a fuerza de palabras»…. muy bien no le fue

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