El Aljibe

 

Si lo puedo contar es porque estaba ahí y presencié los acontecimientos los que sin mi participación no se hubiesen consumado. No creo necesario detallar el lugar donde sucedió pero no está de más decir que me sentía seguro en él. No soy de los que piensan que es necesario  un entorno apropiado para que ciertas cosas sucedan.

Citar el año no agrega importancia al asunto y por consiguiente el mes y el día pueden ser aleatorios al hecho o hasta inimaginables para aquellos que tienden a buscar una excusa para los sucesos inesperados. Estos podría haber sucedido en un atardecer fresco de verano  o una mañana luminosa de primavera pero a veces la lluvia es necesaria como telón de fondo. Una descripción minuciosa del lugar tendría mérito si esta conversación se transformara en un cuento pero no es necesario a los efectos de lo que voy a relatarle.

Sin que nos percatemos las horas corren presurosas, por lo tanto situar cronológicamente lo que pasó equivaldría a minimizarlo dándole a cada minuto  una cuota de  suspenso y tensión que no tuvieron, lo importante fue el desenlace.

A pesar de mi introducción merece que le dé más precisiones. Corría el año mil novecientos cincuenta y nueve, la primavera se acercaba tímidamente. El invierno deseoso de  cobrarse una última víctima, se negaba a retirarse. En esa época el querosén escaseaba por lo que la estufa la encendíamos solo para calentar la pieza antes de irnos a dormir.

Fue exactamente el día diecinueve de septiembre por la mañana, eran casi las once cuando Romualdo apareció en el medio del patio donde yo tranquilamente pero con cierto nerviosismo tomaba mate con Alcira.

Romualdo siempre fue un tipo respetuoso de las formalidades, acostumbraba a tocar el timbre antes de entrar o saludar a viva voz avisando su llegada. Esta vez su figura se hizo presente sin mediar trayecto desde la puerta de calle,  corporizándose entre nosotros y el aljibe. Fue como si se hubiese descolgado del arco de hierro forrado por la enredadera de uva chinche o izado con el balde desde la napa subterránea que desde hacía varios años estaba seca.

El abuelo había heredado la casa de un tío solterón que solía decir que su apellido provenía de unos de los primeros colonos de la primitiva aldea que fue Buenos Aires. Yo me sentía orgulloso de habitar esa reliquia que de a poco se estaba viniendo abajo. Las paredes habían perdido parte de sus revoques y los ladrillos  de adobe semejaban diminutos balcones donde los pájaros hacían sus nidos. La galería donde almorzábamos en el verano, mostraba los efectos de la corrosión en sus columnas de hierro y las chapas salpicaban sobre el patio de baldosas descoloridas sus gotas de herrumbre. El piso negro y blanco similar a un tablero de ajedrez, había perdido el brillo y sus grietas se habían transformado en un autopista por donde, una columna de hormigas negras, transportaba el alimento hacia el nido.

Fuimos una familia numerosa, alegre. Cada tarde nos reuníamos alrededor del aljibe a tomar mate. A veces doña Paula, la inquilina del fondo, aportaba tortas fritas o buñuelos recién horneados, con el fin de sumarse a las charlas vespertinas donde nos ilusionábamos con la vuelta del general.

Recuerdo la voz áspera de Jesús, un gallego de cara cuadrada de barba espesa aunque estuviese recién afeitada. La clásica boina negra ocultaba la calvicie desde donde rodaban gruesas gotas de sudor.

Los recuerdos de su tierra natal brillaban en sus ojos. Lo dejábamos caminar por los morros, bajar a la taberna a tomarse un vinito y levantarse temprano para ordeñar a su única vaca.

Cada tanto mi abuelo lo interrumpía ofreciéndole un mate, el gallego aceptaba de mala gana, solo le interesaban las galletas que como todos sabíamos, eran su cena.

Olga, la solterona del altillo, con su escote generoso, nos mantenía atentos contando sus éxitos como cantante de tangos. La mirada lasciva de mi padre enojaba a mamá que había perdido sus atributos amamantando dos hijos hambrientos. Solía contar que tenía que apretarnos los cachetes para que soltáramos el pezón y que a los dos años todavía nos parábamos frente a ella para desayunar de parados como si estuviésemos en la barra de un café.

 

El semblante de Romualdo, con la gorra en su mano izquierda y una cuchilla ensangrentada en la otra, imploraba un perdón que Alcira y yo no podíamos concederle, ajenos a lo que aparentemente había sido una desgracia, un crimen o simplemente  producto de su oficio de carnicero.

Cuando se tiene acceso a herramientas que fácilmente y sin que se requiera mucha imaginación se transforman  en un arma, no resulta fácil mantener la calma ante una circunstancia desafortunada como la que le tocó vivir a Romualdo. No era un tipo violento, aun en las pocas discusiones que me tocó presenciar con algún cliente, siempre se mantuvo calmo sin siquiera tocar la cuchilla para intimidar. Ahora parecía un perro asustado en busca de cobijo, un ser humano abatido por el remordimiento, con la impotencia de haber caído en la cuenta que cuando se trata de una vida,  lo que se destruye no se repara.

Soy jubilado del Banco Hipotecario y años atrás le facilité acceder a un crédito con bajo interés para construirse la casita. Lo tenía al pobre tan agradecido que a veces dejaba la carnicería llena de gente y corría hasta mi casa solo para preguntarme si me guardaba carne y chorizos para el fin de semana. Yo le retribuía invitándolo al recurrente asado de los domingos. Éramos pocos, solo Alcira y  yo, Romualdo con su esposa Bety y en algunas oportunidades se colaba mi tío Ernesto que vivía a dos cuadras de casa. Un personaje de historieta el tío, de chico lo habían apodado Rulo. Con Alcira nos resistíamos a llamarlo así, nos parecía ridículo que a los setenta años todavía le colgara sobre la frente cuatro pelos locos con forma de tirabuzón. Solía sentarse al borde del aljibe con su vaso de vino blanco en la mano. Nos contaba historias que sabíamos no eran ciertas, pero en esos años el respeto hacia los más grandes nos mantenía callados. Un domingo, cuando ya iba por el tercer vaso de vino perdió el equilibrio y como si fuese una bolsa llena de papas, el aljibe se lo tragó. Los bomberos estuvieron como dos horas para izarlo como a una res colgada de la ganchera del frigorífico.

 

Después de una hora de cebar con un  esmero atribuible más a una madre que a una hermana Alcira había arreglado el mate, No me constaba que la sangre que aun chorreaba de la cuchilla, como si fuera la extensión de la mano de Romualdo, perteneciera a un ser humano o de un pedazo de cuadril hecho churrascos. Siempre lo tuve  como un hombre pacífico, que solo se irritaba un poco cuando algún cliente pretendía pagarle con un billete grande o con aquellos que pedían fiado aprovechando que él era incapaz de reclamarles el pago mensual o cortarles la cuenta.

Romualdo seguía parado delante del aljibe y su cara mutó a una expresión desconocida para mí. Los ojos se entrecerraron y con la mirada fija en Alcira se abalanzó hundiéndome la cuchilla en el estomago, tan profunda que sentí como chocaba con mi columna vertebral. Mientras moría, en los segundos previos donde sentí que me liberaba de la pesada carga del cuerpo, pensé en como los sucesos de la vida están signados por la casualidad, que las decisiones se toman a cada segundo y debemos cargar con las consecuencias. Yo tuve mi oportunidad de hacer que fuera diferente pero el universo confabuló en mi contra o tal vez solo impartió justicia.

Si no hubiera sido por el  frio que nos castigó la víspera del comienzo de la primavera, si no hubiese llovido a cántaros y el goteo en el techo de chapa resultara tan placentero e inductor del sueño. Si a pesar del persistente ruido hubiese escuchado a tiempo girar las llaves en la cerradura. Si antes de zambullirme por la ventana no me hubiese olvidado el reloj pulsera que como  agradecimiento por conseguirle el crédito, Romualdo me había regalado y si Bety no hubiese confesado tan fácilmente creyendo  que por hacerlo no le cortaría la yugular con la cuchilla, nada de esto hubiese sucedido.

El aljibe se fue desdibujando delante de mis ojos agonizantes, Romualdo se sentó en el borde, arrancó un racimo de uva de la parra pero no llegó a probar la primera. Pude ver, antes dar el último suspiro, como el viejo aljibe se tragaba a mi asesino.

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