La Señal

Fue una señal, un aviso similar al cartel que anuncia una curva en la ruta  y  nos obliga a reducir la velocidad. Ante la posibilidad del peligro el instinto obedece, se impone a cualquier decisión racional. Pero, en este caso, la advertencia me provocó un aumento del ritmo cardiaco. No anunciaba peligro, solo precaución ante algo desconocido. En fin, era solo una señal o un presentimiento, como una evocación del pasado que tendría consecuencias en el futuro.

Como cada mañana, después de ducharme desayuné con Marta y los chicos.  Ellos partieron hacia el colegio, yo a cumplir con mi obligación diaria. Trabajar en la zapatería de mi suegro.

Salí de casa, caminé hasta la parada del colectivo que, como todos los días, me dejaba a una cuadra de la zapatería. Me distrajo una mujer que caminaba apurada en la vereda opuesta y sin darme cuenta, como si alguien me lo hubiese ordenado, decidí caminar.

La tienda de venta de calzados como le gusta decir a mi suegro, está a quince cuadras de casa. Trabajo ahí porque me resulta cómodo, tengo algunos privilegios como los horarios y los descansos. Además, cuando él se retire me quedaré a cargo, seré el nuevo dueño porque Cuqui, bueno Marta,  no tiene hermanos que puedan heredar. No tiene es una suposición porque mi suegro no es de esos tipos que fueron fieles durante su matrimonio. La hermana de mi suegra siempre comentaba que antes de que Lita pasara a mejor vida él ya había tenido varios romances y quien sabe si de alguno de esos había nacido un heredero que, cuando Don Cosme parta hacia el lugar del que no se vuelve, aparecerá reclamando una parte de la fortuna. Una fortuna que él se encarga de disimular. Yo sé que tiene varias propiedades en alquiler pero de eso no se habla y si las tiene fue a costa de vivir como un miserable.

A mi suegra y a Cuqui nunca les faltó nada pero tampoco les sobró. ¿Vacaciones?. Apenas una semana en Mar de Ajó en un departamento que le prestaba un primo al que no le pasaba bola.

Sobre fin de año, llamaba a su pariente para saludarlo y sobornarlo con un par de zapatos para su esposa como regalo de navidad. Generalmente eran  los modelos pasados de moda de la temporada pasada. Ese gesto le daba el pasaporte a esa semana gratis que yo, estando de novio, pude compartir siempre que me pagara lo que consumía.  En fin, nada es gratis, todos tenemos nuestro precio.

Esa mañana estaba decidido a caminar, necesitaba reflexionar sobre esa señal, esa visión extraña y borrosa que durante un par de segundos pasó delante de mis ojos al despertarme.

Marta, bueno Cuqui,  preparaba el desayuno. Me oyó gritar, -un sonido ahogado que mi garganta no lograba expulsar-. Se asomó al dormitorio revolviendo la taza de café.   

¿Pasa algo Alberto?. No mi amor respondí enseguida, me tropecé con la pata de la cama. No sé si escuchó mi respuesta.

Era una mañana agradable, el sol brillaba sin lastimar a pesar de ser pleno verano. Me quité el saco. Esa costumbre que mi suegro sostenía como si fuera una religión, debíamos atender vestidos con traje. Anacrónico o no, tengo que reconocer que a las clientas mayores, entradas en años, o, como las querríamos llamar, para no usar la palabra ancianas. Digo, esas bellas señoras todavía aprecian la formalidad de quienes tocan sus pies dolientes con el solo propósito de ayudarlas a probar un numero menos del que necesitan y de esa manera componer el personaje de esos caballeros formales y elegantes  que las transportan a sus épocas de juventud.

Mi suegro abría la zapatería a las nueve en punto. Después de largos años cumpliendo con ese horario logré convencerlo en que necesitaba entrar a las diez.

La excusa fue que debía llevar a los chicos al colegio. Cuando crecieron y ya no hizo falta, aguantando un poco su cara de culo, di por hecho que ese seria mi nuevo horario y no hubo discusión al respecto.

Aproveché que había salido temprano, me detuve en el café que solía frecuentar cuando era soltero y recalábamos con mis amigos después de ir a bailar los sábados por la noche.

Salvo que alguno hubiese enganchado algo, solíamos volver temprano para jugar alguna partida al billar y quedarnos mirando hacia la vereda divagando hasta que amanecía.

¡Que pintoresco era ese bar!. Digo era porque cuando el gallego se murió los hijos se lo sacaron de encima y el nuevo dueño lo transformó en un pizza-café.

Manolo había comprado la propiedad, cuando la avenida todavía era de tierra. Una casa antigua que los herederos largaron por poca plata.

Con su mujer y un paisano que se dedicaba a la albañilería pintaron las paredes y el techo, alisaron el piso con cemento y distribuyeron  mesas y sillas que había comprado en una subasta y un mostrador viejo en una empresa de demolición. La iluminación la instaló un vecino que se daba maña usando los artefactos que ya estaban en la casa y algunas luces que le habían sobrado de un arreglo anterior. El pago fue un café con leche con medialunas durante dos meses.

Manolo atendía la barra junto a su mujer, una gallega con carácter firme pero amable si se la trataba bien. Manolo se encargaba de los cafés y las bebidas, ella de los sándwiches y algunas cosas dulces que preparaba con sus propias manos.

La atención en las mesas estaba a cargo de un mozo por la mañana, Oscar y otro por la tarde Avelino. Un gallego de estirpe con cejas espesas y frente ancha. Su uniforme era una casaca que alguna vez había sido blanca, gastada a la altura de la panza por donde frotaba las manos después de limpiar las mesas.

¡Que va! Preguntaba con voz enérgica. Disimulábamos para que repitiera la frase y nos reíamos como chicos.

No pude terminar el café,  no era el mismo, la nostalgia también se había asociado a ese sabor  amargo que solo con dos terrones de azúcar lo hacían tomable. Ese café, dulce y rancio a la vez, permanecía  en mis recuerdos como el mejor  que tomé en mi vida.

Estaba por levantarme de la mesa cuando la señal regresó. No era un resplandor como al  despertarme esa mañana sino que se corporizaba en una silueta borrosa que ondulaba, simulando una forma de mujer vestida de color celeste.

Fueron dos o tres segundos o tal vez mas. Me trajo a la realidad el bocinazo de un colectivo. Detesto a los colectivos y sus bocinas aturdidoras pero en ese momento los odié aun mas. Mi señal o lo que yo creía que era, se había corporizado y un chofer con o sin motivo había arruinado ese momento.

Rumiando la bronca completé las cuadras que me quedaban hasta llegar a la zapatería.

Mi suegro ya estaba repasando las banquetas y el mostrador de caja. Al verme entrar levantó la vista para asegurarse que era yo. Era lo que estaba dispuesto a darme a manera de saludo. Solo cuando realizaba una buena venta abría la boca para decir -muy bien, siga así-.

De todas maneras esa mañana no estaba dispuesto a dejarme intimidar con su arrogancia. Estaba pendiente del significado de esa señal que había percibido al despertarme y luego sentado en el bar, mientras añoraba épocas pasadas. En ese momento  sentí algo parecido, como si una voz interior me estuviese susurrando algo que todavía no podía entender. Una advertencia. Que algo estaba por suceder ese día, que un acontecimiento singular llegaría a mi vida para  cambiarla para siempre. Como si se abriera un portal hacia otra dimensión.

El ingreso de una clienta me hizo regresar de mis pensamientos.  Al verla supe que algo tenia que ver con lo que desde la mañana me estaba sucediendo.

Era una mujer de unos cincuenta y tantos años, lucía un vestido claro. La brisa que se colaba por la puerta lo movía acompañando sus pasos que suavemente acariciaban la alfombra. Los ojos celestes iluminaban la piel suave y pálida. Su mirada profunda me interrogaba, como si intentara penetrar en mi interior. Quedé paralizado sin poder articular palabra. Me repuse y la saludé formalmente.

-Buenos días, en que la puedo ayudar.

Me retribuyó el saludo y con una sonrisa un poco irónica, me respondió

-Justamente vengo a eso, a que me ayude o tal vez yo pueda hacerlo.

A la formalidad de  mi ofrecimiento la respuesta lógica hubiera sido -estoy buscando un   zapato, de tal color o igual que el que exhiben en la vidriera-. Pero. En lugar de un pedido familiar a mi función de vendedor me ofrecía ayuda y al no saber a qué ayuda se refería se me acabaron los argumentos para los cuales estaba entrenado.

La invité a tomar asiento, no se porque le ofrecí un vaso de agua, no estaba agitada ni mucho menos, al contrario, su rostro expresaba calma y transmitía cierta paz.

Me senté frente a ella en uno de los probadores especialmente diseñados para que las clientas apoyen su pies y calcen los zapatos sin necesidad de tocar el piso. Detrás de la -no clienta- estaban exhibidos los diferentes modelos de la ultima temporada por los cuales la señora no mostró ningún interés.

Sentí que detrás mío mi suegro me observaba entre sorprendido y molesto preguntándose  que hacia yo en esa posición.

Me llamo Raúl, el señor que nos esta observando en mi suegro Antonio y la zapatería se llama Roberto. No supe en ese momento porque hice esa presentación y porque aclaré que el nombre de mi suegro era diferente al de la zapatería. No llegue a decirle, hubiese sido muy intrascendente, que la incoherencia se debía a que cuando mi suegro compró el negocio en el piso de la entrada estaba grabado el nombre de -Zapatería Roberto- y por una cuestión de costo, cambiar el piso, Antonio había decidido dejarlo así.

La gente seguía preguntando por Roberto y la respuesta al principio era que estaba de vacaciones, luego que había enfermado y cuando efectivamente Roberto pasó a mejor vida, que había muerto. Esta última noticia yo solía darla fingiendo una tristeza que no sentía ya que nunca había conocido a Roberto ni tampoco sabia nada de él ni siquiera por referencia.

Yo soy Ofelia me dijo profundizando su mirada inquisidora.

Ofelia, no sé porque me resultó familiar.

Antes de conocer a Cuqui había tenido un accidente de auto del cual salí ileso, solo un golpe en la cabeza sobre el asfalto que al principio los médicos no le dieron importancia.

Durante  unos meses padecí un fuerte dolor de cabeza. Los médicos decidieron profundizar con algunos exámenes. Mi cuñado se ocupó del arreglo del auto y cuando le pregunté sobre los daños solo me dijo que ya estaba reparado y limpio.

El primer electroencefalograma no arrojó ningún resultado preocupante. Mi memoria había quedado en blanco. Poco recordaba de mi vida anterior al accidente.

Sabía quién era, a que familia pertenecía, quienes fueron mis amigos pero había periodos que habían quedado archivados en mi memoria. Como esos libros que estamos seguros que alguna vez leímos pero que no podemos recordar la trama ni los personajes. Los detalles de mi vida anterior se habían alojado en lo mas profundo de mi mente.

Ofelia, sí, había habido alguien con ese nombre en un fragmento de mi vida que se había perdido. Ella descubrió mi perturbación y volvió a dirigirme su mirada penetrante. Sonreía.

Confirmé a través de su mirada que Ofelia mas que ofrecerme ayuda tenía algo para decirme y que no se limitaría al tiempo que ocupo para vender un par de zapatos.

Aproveché que se había hecho mediodía y la invité a almorzar. Me sorprendí al darme cuenta que la había invitado como si fuésemos amigos o nos viéramos frecuentemente. No se por que extraña razón lo hice con la seguridad de que aceptaría y así fue. Había un buen lugar a pocos metros doblando la esquina y hacia allí nos dirigimos sin cruzar palabra en el trayecto. Empujé la puerta y entramos.

Había mesas libres sobre el ventanal pero por una extraña sensación de culpa elegí una doble en el medio del salón. Era temprano y el lugar estaba poco concurrido no mas de tres mesas ocupadas. En una de ellas, justo frente a mí, almorzaban unas amigas de Cuqui que no me sacaron la vista de encima hasta que las saludé levantando la mano con una media sonrisa resignada. Me habían visto, no tenia porque sentirme en falta, Ofelia solo era una vieja amiga. Me resultó extraña esta definición que me trajo el recuerdo de la visión, la  imagen difusa de esa mujer vestida de celeste que flameaba delante mío hasta que el colectivo con su ruidosa bocina me sacó del trance.

Tomamos el café en silencio como si no tuviéramos nada para decirnos a pesar que dentro de mí se arremolinaban palabras que no lograba verbalizarlas. Ella me miraba condescendiente como si percibiera mi confusión.

A esta altura del relato el autor se percató que el personaje había tomado el control de la historia y debido a su inexperiencia, el desarrollo había quedado trunco sin haber generado una tensión adecuada para que el lector se interesara por continuar leyendo.

Haría falta un -narrador omnisciente- quien, sin estar comprometido con lo que sucedía, encontrara la manera de entretejer lo que hasta ahora había sido escrito y generar más expectativas por el final del cuento, si es que se lo pudiera llamar así.

Me encomendó esa tarea y aquí estoy para remontar esta historia que tal vez sea publicada o como muchas terminará en la papelera de reciclaje.

Como habrán leído el personaje responde al nombre de Alberto, luego se identifica ante Ofelia como Raúl error que puede pasar desapercibo o confundir al lector. Mi tarea no será sencilla.

Alberto o Raúl, en un gesto curioso ante una clienta, la había invitado a almorzar pero se limitaron a tomar un café, solo uno. El la observaba tratando de entender que giro del destino los había reunido. Habrá sido casualidad que esa mañana al despertarse y luego camino al trabajo, había vivido como real la visión de una mujer con un aspecto similar a Ofelia. Pero. ¿Solo había sido fortuita la presencia de Ofelia en la zapatería?. No habría manera de descubrirlo sino comenzaban a hablar y ella se decidió a tomar la iniciativa.

Cuál es tu nombre verdadero, inició la conversación Ofelia sin dejar de mirarlo a los ojos.

Alberto, Alberto Morales, se sorprendió al agregarle el apellido.

Alberto, murmuró Ofelia bajando la mirada hacia la taza de café, conocí un Alberto pero no estoy segura.

Sin embargo vos me resultás conocida, tu imagen me es familiar.

¿ Mi imagen? A que te referís?

Volviendo al principio del relato, Alberto, se despertó viviendo como real la presencia de una figura difusa que recorría la habitación flameando como una bandera celeste. A pesar de la perturbación que le produjo lo tomó como resabio de un sueño que permaneció por unas instantes al despertarse.

Desayunó sin comentar con Cuqui  lo sucedido. Ella tampoco le dio mucha importancia a ese grito ahogado que escuchó desde la cocina. Estaba concentrada en preparar a los chicos para el colegio que como todas las mañanas se resistían a tomar el desayuno a base de cereales y leche con tostadas untadas de queso blanco. Una decisión que había tomado por consejo del pediatra que la alertó por el sobrepeso del mayor que se resistía a hacer actividad física y vivía pegado a su teléfono mirando videos. Lucía, las más chica, se quejaba por tener que compartir -el castigo- con su hermano ya que ella conservaba un peso adecuado a su edad y no veía la necesidad de seguir la dieta.

Alberto, esa mañana, decidió caminar al trabajo sin importarle que se demoraría más de la cuenta. Se detuvo en el bar donde compartió la adolescencia con sus amigos. Ya relató los acontecimientos de esa época pero no reparó en lo más importante que le sucedió al salir del bar.

Nuevamente la imagen, esta vez más clara y el bocinazo del colectivo lo perturbaron pero no relacionó los dos momentos que, de hacerlo, lo hubiesen referido a aquel episodio de unos años atrás cuando, por no lo colocar la señal de giro al doblar a la izquierda, el colectivo que circulaba por la avenida tuvo que realizar una maniobra brusca arrastrando a una mujer que cruzaba la calle mientras hacía sonar su bocina alertando sobre el accidente que cobraría la vida de esa muchacha de vestido celeste.

Y ahí estaba frente a él, milagrosamente repuesta, sin ninguna huella de lo que le había sucedido.

Alberto, en su huida, la había dado por muerta. El cambio de auto y la matricula le aseguró la impunidad que su cerebro ocultó durante todo este tiempo y que ahora el destino le  venía a reclamar.

Ofelia reparó en  el temblor de la mano de Alberto al llevarse la taza a la boca. El recuerdo se había corporizado y una sonrisa se dibujó en su cara.

Esta vez no te podrás escapar le dijo manteniendo la expresión que de a poco se fue transformando en una mueca de furia.

¿ Que vas a hacer?, los labios de Alberto acompañaban el temblor de su mano.

Nada, respondió Ofelia. El remordimiento por haber sido tan cobarde será suficiente castigo o quizás puedas seguir disimulando como hasta ahora. Pero. El fantasma que estás viendo ahora, te acompañará el resto de tus días.

La baldosa roja

Primero la baldosa roja ordenaba Salvador al iniciar el  trayecto lento y acompasado, intentando a cada paso evitar o por lo menos reducir el dolor en la pierna derecha que lo aquejaba desde hacía un largo tiempo.

Camilo le sostenía firme la mano cubierta por una capa de piel arrugada, con motas amarillas, huellas que va dejando el tiempo. Los noventa años que cargaba se habían ensañado con ese cuerpo que alguna vez disfrutó la lozanía de la juventud.   

Abuelo y nieto disfrutaban caminar juntos, una rutina que se repetía cada tarde, si el día se presentaba soleado.

Camilo cursaba el último año del colegio secundario, llegaba a su casa alrededor de las cinco de la tarde. Dejaba su mochila sobre la mesa, tomaba un vaso de leche fría e iba en busca de Salvador que lo esperaba parado en la puerta de su habitación.

A Salvador, la edad y los achaques lo habían obligado a aceptar que su hija viniera a vivir con él después de un divorcio complicado en el que estuvo a punto de perder la custodia de su hijo.

Su padre nunca preguntó, solo le ofreció su casa. Recupérate, nadie te va a quitar a tu hijo, le dijo con la autoridad que le daban los años.

La compañía, sobre todo de Camilo, le habían devuelto a Salvador cierta esperanza de vivir sus últimos años de manera más plena y dejar atrás la depresión que se había apoderado de su cuerpo desde que un cáncer fulminante se había llevado a su amada Vicenta.

Una por una  acariciaba las baldosas con la suela de sus zapatillas de fieltro. Un susurro, similar a una respiración entrecortada las iba numerando, costumbre que sin proponérselo había adquirido de joven para clasificar cualquier objeto. Contaba y memorizaba hasta las cantidad de letras que contenía una palabra, un atributo que no manejaba conscientemente y que a pesar de la edad permanecía inalterable.

Las baldosas rojas con un dibujo azul en forma de rectángulo eran el comienzo de su rutina. Son mis preferidas decía hasta que llegaba a la siguiente vereda donde otras lo serían.

Lentamente las baldosas rojas quedaban atrás y como si fuera otro territorio los dos, abuelo y nieto, se adentraban para conquistarlo. La siguiente vereda es de color verde musgo, dijo Salvador antes de pisarla.

-De a una baldosa- volvía a ordenar el abuelo, no nos apuremos. Esta quiero disfrutarla, es firme y alisada, me hace sentir seguro.

-Sabés Camilo, este sendero, por repetido que sea, no me resulta menos provocador. Sonaba como una revelación. Cada vereda una frase dicha con cierta picardía que le hacía saber a su nieto la necesidad de contar con él cada tarde, salvo los fines de semana,  en los que Camilo no podía faltar a los partidos de futbol que organizaba el club del barrio donde se lucía con su camiseta de arquero. Tiempo atrás Salvador se animaba a caminar hasta el club para verlo jugar. Hoy sería una gesta imposible, aún con su ayuda.

Fijate nietito, le gustaba llamarlo así. Alguna brilla más que las otras y hasta el color parece diferente. Cada tanto hay que reemplazar las que se van quebrando. Me perturba cuando el diseño no es el mismo. Ya no se fabrican como antes, nada es como antes.

Camilo estaba acostumbrado al mismo comentario y asentía como si su abuelo pudiera percibir el gesto desde sus corneas opacas, esmeriladas por el tiempo.

Durante el paseo su nieto acostumbraba a preguntarle por su niñez transcurrida en un remoto pueblo de Sicilia.

La cara del abuelo se iluminaba. ¿Nunca te lo conté?, disimulaba. Si ya lo hice, vale que te lo vuelva a contar.

Lo entusiasmaba sumar a su nieto a los recuerdos que lo hacían emocionar. Evocaciones difusas, con un retoque piadoso que su cerebro agotado le concedía, para darle a sus palabras una dulzura que saboreaba al pronunciarlas.

Ayudaba a mi padre en la carpintería, no tanto por voluntad propia sino para escapar de la obligación de ir a la escuela. Mi madre había fallecido cuando tenía dos años y mi abuela no tenía la perseverancia de vigilarme. Mi padre, analfabeto, no le importaba demasiado que me educara, creía que siguiendo su oficio sería  suficiente para tener una vida digna en un pueblo que no ofrecía demasiadas oportunidades. Emigrar para él no era una opción.

Terminábamos el trabajo a las cuatro de la tarde. Yo lo ayudaba a enlazar la cadena oxidada alrededor de las manijas del portón asegurándolo con un candado herrumbroso.

Papa, como el resto de los paisanos, enfilaba para el bar y yo iba directo a la casa de mi abuela para llevarla a caminar. Recorríamos un trayecto idéntico cada día.

Las  veredas estaban revestidas de tierra y cascotes apisonados. La de las casas más nuevas eran de cemento alisado. De sus grietas brotaban arbustos que con la lluvia  formaban un verdín resbaloso.

Yo trataba de evitarlas pero la abuela, a pesar de lo peligroso, la quería recorrer. El color verde era  su preferido.

-De a una- me susurraba la abuela, empecemos por la más lisa que no tiene esos musgos verdes que son peligrosos, me puedo resbalar. Disfrutaba su ironía y yo también.

Recorríamos tres o cuatro veredas por día con dificultad. Las iba mencionando. Yo la tomaba de la mano para que no se tropezara, pero sus pies callosos no aguantaban más que ese tramo.

La última caminata fue más larga, quería llegar a la iglesia. Dios me espera repetía. Y así fue, a los pocos días se murió en mis brazos. Dios o quien sabe quién, se la había llevado a un mejor lugar con baldosas firmes de diferentes colores para que sus pasos fueran más  placenteros. En ese momento pensé que ojalá pudiese caminar segura sobre la vereda con brotes de musgo verde a la  que tanto le temía.

La abuela, siguió recordando Salvador, me obligaba a contar cada paso que daba. Nunca me lo dijo pero estoy seguro que lo hacía para compensar mi resistencia a ir a la escuela.

-Los burros son para tirar de los carros, me repetía. Tu destino debe ser diferente al de tu padre. Este lugar quedará detenido en el tiempo, será un pueblo de ancianos como yo, no tienes que quedarte.

A esta altura del relato abuelo y nieto, habían sobrepasado la etapa de la vereda verde. Sigue la azul con guardas amarillas recordaba el abuelo.

¿Todavía vive acá el fanático de Boca?. La misma pregunta de todos los días.

-Si abuelo y ayer nos ganaron dos a cero.

La reacción no se hizo esperar, Salvador apuró el paso pisando con más fuerza tratando de lastimar de alguna manera a su adversario que había osado ganar el clásico.

La próxima es la de la escuela, donde tu madre hizo la primaria. Otro comentario que se repetía cada tarde. La tendrías que ver con su guardapolvo blanco almidonado, las trenzas y el flequillo. Con tu abuela la esperábamos cada mediodía en la puerta de calle solo para verla regresar, a veces sonriendo por traer una buena nota, otras ofuscada porque se había peleado con su mejor amiga.

¿Nunca que conté que mi abuela me dejó una carta?. No creo que escrita por ella porque era analfabeta, tal vez fue obra de mi maestra que de tanto visitarla para que me insista  volver a la escuela. La abuela la convenció de escribirla. Se habían hecho muy amigas, seguro que fue ella. En la carta me decía

Salvatore, del otro lado del mar hay un lugar que te esta esperando. Encontraras un sendero más seguro por donde podrás labrarte un futuro mejor. No te quedes esperando lo que nunca va a suceder. Estudia, esfuérzate, demuéstrame que vas a ser esa persona que me imaginaba cuando caminábamos juntos por las calles del pueblo.

Las lágrimas no le impidieron ver a lo lejos la vereda blanca que ocupaba toda la ochava donde se erguía la iglesia de San José.

Faltan tres abuelo, ¿seguimos?

Si, quiero llegar a la blanca de la esquina, seguro la abuela se animó y me está esperando.

Protagonistas

Las gotas de agua como una fina cascada fluían presurosas desde la ducha humedeciendo el cuerpo. Se derramaban sobre la nuca y la cara deslizándose hacia la espalda y el cuello. Desde sus pechos firmes acariciaban el abdomen, rozaban su entrepierna y saltando desde las  rodillas goteaban generando un  musical tintineo en el piso.



El jabón, cremoso y perfumado, cumplía su tarea. La espuma blanca con un ligero reflejo rosado, acariciaba la textura de su piel. Recorría las axilas, el interior de las nalgas, los diminutos pies.

El jabón sabia que su vida seria corta, proporcional a la cantidad de baños que su dueña tomase, un mes tal vez o menos. Pero. Trataría de resistir el embate del tiempo esforzándose en su tarea, siendo eficiente sin desgastarse.

Aferrado a su mano, temeroso de precipitarse al suelo. Temor de repetir aquel episodio que  gracias a la atenta reacción del soporte de la pared, no sucedió.

Sin embargo estaba seguro que la culpa la tenia la jabonera. La única misión de ese objeto inerte era ser su alojamiento marcándole los surcos que impedían en parte deslizarse mientras realizaba su trabajo. No se llevaba bien con ella pero era su hogar transitorio durante el día.

La espuma blanquecina abandonaba el cuerpo perdiéndose en las aberturas de la rejilla.

El  champú supo que llegaba su turno, estaba listo.

El envase colorido y pretencioso albergaba en su interior todas las propiedades para que el pelo luciera luminoso -como bañado por los rayos de un sol de verano- decía la etiqueta.

Por eso, el liquido espeso se sentía protagonista del baño. Se jactaba de sus nuevos emolientes naturales, aceite de almendras, nueva formula  y otros tantos atributos que no eran mas que espuma que se escurría con cada enjuague.

La llave de la ducha se cerró, la bata de algodón se arremolinó en el cuerpo aun tibio protegiéndolo de la diferencia de temperatura.

La toalla de mano hizo lo propio. Luego de un paso delicado por el cabello se envolvió como una especie de turbante.

Las cremas y el maquillaje esperaban su turno. El secador completó la tarea asistido por el peine grueso que con suaves movimientos desataba los entrecruzamientos del pelo húmedo. El acondicionar, que habría facilitado su tarea, quien sabe por que motivo, yacía abandonado en el estante.

El cepillo entró en acción. Con un movimiento circular le fue dando forma a lo que mas tarde se transformaría en un peinado. Estaba demasiado corto para su gusto y le costaba darle volumen. El secador se apagó.

Era el turno de la crema humectante. Estabilizada en los dedos mayores se deslizó sobre el rostro aun húmedo esparciéndose orgullosa en movimientos circulares. Sus propiedades eran muchas pero la mas importante era aportarle la necesaria capa de filtro solar que protegería la piel durante el día.

Las sombras para los ojos, el delineador, no serian necesarios, no era un día propicio.

Se sintieron ignorados, como si fuesen culpables de vaya a saber que circunstancia ajena a ellos. Esperarían pacientemente mejores momentos.

Mientras tanto dentro del vestidor  la ropa interior, las medias de seda, los vestidos que venían perdiendo la batalla con los pantalones, las camisas de diferentes colores esperaban ansiosos pretendiendo formar parte de la combinación de ese día.

 A sus pies los zapatos negros, las sandalias blancas y rojas, las olvidadas pantuflas envidiosas de la alfombra mullida recién instalada que las hacían inservibles.

El café permanecía humeante, la taza esperaba ansiosa recibir el calor y el aroma tan familiar que cada mañana llenaba su contenido.

La tostadora se encendió pero esa mañana no habría tiempo para las tostadas crujientes emergiendo de su interior. El pan se mantuvo en su envoltorio resignado. El queso blanco y la jalea de membrillo deberían esperar al reparo de la heladera hasta el día siguiente.

El café recorrió presuroso la garganta dejando a su paso el sabor reconfortante en las papilas gustativas.

La cartera y el chal saltaron a su brazo y las llaves tintinearon atrayendo su presencia.

La puerta se cerró, las cortinas ocultaron el sol de la mañana que pretendía ingresar para darle vida al departamento oscuro. Cada uno en su lugar quedaron pendientes de su regreso para repetir día tras día su orgullosa tarea.

La luz del baño se mantuvo encendida.

Campeones

La miraba. Dormía. Sus párpados temblaban ligeramente. Debajo de ellos los ojos iban y venían hacia los costados como buscando la manera de escapar de esa prisión.

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