La baldosa roja

Primero la baldosa roja ordenaba Salvador al iniciar el  trayecto lento y acompasado, intentando a cada paso evitar o por lo menos reducir el dolor en la pierna derecha que lo aquejaba desde hacía un largo tiempo.

Camilo le sostenía firme la mano cubierta por una capa de piel arrugada, con motas amarillas, huellas que va dejando el tiempo. Los noventa años que cargaba se habían ensañado con ese cuerpo que alguna vez disfrutó la lozanía de la juventud.   

Abuelo y nieto disfrutaban caminar juntos, una rutina que se repetía cada tarde, si el día se presentaba soleado.

Camilo cursaba el último año del colegio secundario, llegaba a su casa alrededor de las cinco de la tarde. Dejaba su mochila sobre la mesa, tomaba un vaso de leche fría e iba en busca de Salvador que lo esperaba parado en la puerta de su habitación.

A Salvador, la edad y los achaques lo habían obligado a aceptar que su hija viniera a vivir con él después de un divorcio complicado en el que estuvo a punto de perder la custodia de su hijo.

Su padre nunca preguntó, solo le ofreció su casa. Recupérate, nadie te va a quitar a tu hijo, le dijo con la autoridad que le daban los años.

La compañía, sobre todo de Camilo, le habían devuelto a Salvador cierta esperanza de vivir sus últimos años de manera más plena y dejar atrás la depresión que se había apoderado de su cuerpo desde que un cáncer fulminante se había llevado a su amada Vicenta.

Una por una  acariciaba las baldosas con la suela de sus zapatillas de fieltro. Un susurro, similar a una respiración entrecortada las iba numerando, costumbre que sin proponérselo había adquirido de joven para clasificar cualquier objeto. Contaba y memorizaba hasta las cantidad de letras que contenía una palabra, un atributo que no manejaba conscientemente y que a pesar de la edad permanecía inalterable.

Las baldosas rojas con un dibujo azul en forma de rectángulo eran el comienzo de su rutina. Son mis preferidas decía hasta que llegaba a la siguiente vereda donde otras lo serían.

Lentamente las baldosas rojas quedaban atrás y como si fuera otro territorio los dos, abuelo y nieto, se adentraban para conquistarlo. La siguiente vereda es de color verde musgo, dijo Salvador antes de pisarla.

-De a una baldosa- volvía a ordenar el abuelo, no nos apuremos. Esta quiero disfrutarla, es firme y alisada, me hace sentir seguro.

-Sabés Camilo, este sendero, por repetido que sea, no me resulta menos provocador. Sonaba como una revelación. Cada vereda una frase dicha con cierta picardía que le hacía saber a su nieto la necesidad de contar con él cada tarde, salvo los fines de semana,  en los que Camilo no podía faltar a los partidos de futbol que organizaba el club del barrio donde se lucía con su camiseta de arquero. Tiempo atrás Salvador se animaba a caminar hasta el club para verlo jugar. Hoy sería una gesta imposible, aún con su ayuda.

Fijate nietito, le gustaba llamarlo así. Alguna brilla más que las otras y hasta el color parece diferente. Cada tanto hay que reemplazar las que se van quebrando. Me perturba cuando el diseño no es el mismo. Ya no se fabrican como antes, nada es como antes.

Camilo estaba acostumbrado al mismo comentario y asentía como si su abuelo pudiera percibir el gesto desde sus corneas opacas, esmeriladas por el tiempo.

Durante el paseo su nieto acostumbraba a preguntarle por su niñez transcurrida en un remoto pueblo de Sicilia.

La cara del abuelo se iluminaba. ¿Nunca te lo conté?, disimulaba. Si ya lo hice, vale que te lo vuelva a contar.

Lo entusiasmaba sumar a su nieto a los recuerdos que lo hacían emocionar. Evocaciones difusas, con un retoque piadoso que su cerebro agotado le concedía, para darle a sus palabras una dulzura que saboreaba al pronunciarlas.

Ayudaba a mi padre en la carpintería, no tanto por voluntad propia sino para escapar de la obligación de ir a la escuela. Mi madre había fallecido cuando tenía dos años y mi abuela no tenía la perseverancia de vigilarme. Mi padre, analfabeto, no le importaba demasiado que me educara, creía que siguiendo su oficio sería  suficiente para tener una vida digna en un pueblo que no ofrecía demasiadas oportunidades. Emigrar para él no era una opción.

Terminábamos el trabajo a las cuatro de la tarde. Yo lo ayudaba a enlazar la cadena oxidada alrededor de las manijas del portón asegurándolo con un candado herrumbroso.

Papa, como el resto de los paisanos, enfilaba para el bar y yo iba directo a la casa de mi abuela para llevarla a caminar. Recorríamos un trayecto idéntico cada día.

Las  veredas estaban revestidas de tierra y cascotes apisonados. La de las casas más nuevas eran de cemento alisado. De sus grietas brotaban arbustos que con la lluvia  formaban un verdín resbaloso.

Yo trataba de evitarlas pero la abuela, a pesar de lo peligroso, la quería recorrer. El color verde era  su preferido.

-De a una- me susurraba la abuela, empecemos por la más lisa que no tiene esos musgos verdes que son peligrosos, me puedo resbalar. Disfrutaba su ironía y yo también.

Recorríamos tres o cuatro veredas por día con dificultad. Las iba mencionando. Yo la tomaba de la mano para que no se tropezara, pero sus pies callosos no aguantaban más que ese tramo.

La última caminata fue más larga, quería llegar a la iglesia. Dios me espera repetía. Y así fue, a los pocos días se murió en mis brazos. Dios o quien sabe quién, se la había llevado a un mejor lugar con baldosas firmes de diferentes colores para que sus pasos fueran más  placenteros. En ese momento pensé que ojalá pudiese caminar segura sobre la vereda con brotes de musgo verde a la  que tanto le temía.

La abuela, siguió recordando Salvador, me obligaba a contar cada paso que daba. Nunca me lo dijo pero estoy seguro que lo hacía para compensar mi resistencia a ir a la escuela.

-Los burros son para tirar de los carros, me repetía. Tu destino debe ser diferente al de tu padre. Este lugar quedará detenido en el tiempo, será un pueblo de ancianos como yo, no tienes que quedarte.

A esta altura del relato abuelo y nieto, habían sobrepasado la etapa de la vereda verde. Sigue la azul con guardas amarillas recordaba el abuelo.

¿Todavía vive acá el fanático de Boca?. La misma pregunta de todos los días.

-Si abuelo y ayer nos ganaron dos a cero.

La reacción no se hizo esperar, Salvador apuró el paso pisando con más fuerza tratando de lastimar de alguna manera a su adversario que había osado ganar el clásico.

La próxima es la de la escuela, donde tu madre hizo la primaria. Otro comentario que se repetía cada tarde. La tendrías que ver con su guardapolvo blanco almidonado, las trenzas y el flequillo. Con tu abuela la esperábamos cada mediodía en la puerta de calle solo para verla regresar, a veces sonriendo por traer una buena nota, otras ofuscada porque se había peleado con su mejor amiga.

¿Nunca que conté que mi abuela me dejó una carta?. No creo que escrita por ella porque era analfabeta, tal vez fue obra de mi maestra que de tanto visitarla para que me insista  volver a la escuela. La abuela la convenció de escribirla. Se habían hecho muy amigas, seguro que fue ella. En la carta me decía

Salvatore, del otro lado del mar hay un lugar que te esta esperando. Encontraras un sendero más seguro por donde podrás labrarte un futuro mejor. No te quedes esperando lo que nunca va a suceder. Estudia, esfuérzate, demuéstrame que vas a ser esa persona que me imaginaba cuando caminábamos juntos por las calles del pueblo.

Las lágrimas no le impidieron ver a lo lejos la vereda blanca que ocupaba toda la ochava donde se erguía la iglesia de San José.

Faltan tres abuelo, ¿seguimos?

Si, quiero llegar a la blanca de la esquina, seguro la abuela se animó y me está esperando.

Protagonistas

Las gotas de agua como una fina cascada fluían presurosas desde la ducha humedeciendo el cuerpo. Se derramaban sobre la nuca y la cara deslizándose hacia la espalda y el cuello. Desde sus pechos firmes acariciaban el abdomen, rozaban su entrepierna y saltando desde las  rodillas goteaban generando un  musical tintineo en el piso.



El jabón, cremoso y perfumado, cumplía su tarea. La espuma blanca con un ligero reflejo rosado, acariciaba la textura de su piel. Recorría las axilas, el interior de las nalgas, los diminutos pies.

El jabón sabia que su vida seria corta, proporcional a la cantidad de baños que su dueña tomase, un mes tal vez o menos. Pero. Trataría de resistir el embate del tiempo esforzándose en su tarea, siendo eficiente sin desgastarse.

Aferrado a su mano, temeroso de precipitarse al suelo. Temor de repetir aquel episodio que  gracias a la atenta reacción del soporte de la pared, no sucedió.

Sin embargo estaba seguro que la culpa la tenia la jabonera. La única misión de ese objeto inerte era ser su alojamiento marcándole los surcos que impedían en parte deslizarse mientras realizaba su trabajo. No se llevaba bien con ella pero era su hogar transitorio durante el día.

La espuma blanquecina abandonaba el cuerpo perdiéndose en las aberturas de la rejilla.

El  champú supo que llegaba su turno, estaba listo.

El envase colorido y pretencioso albergaba en su interior todas las propiedades para que el pelo luciera luminoso -como bañado por los rayos de un sol de verano- decía la etiqueta.

Por eso, el liquido espeso se sentía protagonista del baño. Se jactaba de sus nuevos emolientes naturales, aceite de almendras, nueva formula  y otros tantos atributos que no eran mas que espuma que se escurría con cada enjuague.

La llave de la ducha se cerró, la bata de algodón se arremolinó en el cuerpo aun tibio protegiéndolo de la diferencia de temperatura.

La toalla de mano hizo lo propio. Luego de un paso delicado por el cabello se envolvió como una especie de turbante.

Las cremas y el maquillaje esperaban su turno. El secador completó la tarea asistido por el peine grueso que con suaves movimientos desataba los entrecruzamientos del pelo húmedo. El acondicionar, que habría facilitado su tarea, quien sabe por que motivo, yacía abandonado en el estante.

El cepillo entró en acción. Con un movimiento circular le fue dando forma a lo que mas tarde se transformaría en un peinado. Estaba demasiado corto para su gusto y le costaba darle volumen. El secador se apagó.

Era el turno de la crema humectante. Estabilizada en los dedos mayores se deslizó sobre el rostro aun húmedo esparciéndose orgullosa en movimientos circulares. Sus propiedades eran muchas pero la mas importante era aportarle la necesaria capa de filtro solar que protegería la piel durante el día.

Las sombras para los ojos, el delineador, no serian necesarios, no era un día propicio.

Se sintieron ignorados, como si fuesen culpables de vaya a saber que circunstancia ajena a ellos. Esperarían pacientemente mejores momentos.

Mientras tanto dentro del vestidor  la ropa interior, las medias de seda, los vestidos que venían perdiendo la batalla con los pantalones, las camisas de diferentes colores esperaban ansiosos pretendiendo formar parte de la combinación de ese día.

 A sus pies los zapatos negros, las sandalias blancas y rojas, las olvidadas pantuflas envidiosas de la alfombra mullida recién instalada que las hacían inservibles.

El café permanecía humeante, la taza esperaba ansiosa recibir el calor y el aroma tan familiar que cada mañana llenaba su contenido.

La tostadora se encendió pero esa mañana no habría tiempo para las tostadas crujientes emergiendo de su interior. El pan se mantuvo en su envoltorio resignado. El queso blanco y la jalea de membrillo deberían esperar al reparo de la heladera hasta el día siguiente.

El café recorrió presuroso la garganta dejando a su paso el sabor reconfortante en las papilas gustativas.

La cartera y el chal saltaron a su brazo y las llaves tintinearon atrayendo su presencia.

La puerta se cerró, las cortinas ocultaron el sol de la mañana que pretendía ingresar para darle vida al departamento oscuro. Cada uno en su lugar quedaron pendientes de su regreso para repetir día tras día su orgullosa tarea.

La luz del baño se mantuvo encendida.

Campeones

La miraba. Dormía. Sus párpados temblaban ligeramente. Debajo de ellos los ojos iban y venían hacia los costados como buscando la manera de escapar de esa prisión.

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