Él

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Ella

Ella se mostraba sensible a los halagos. Se perturbaba cuando a pesar de ser pequeña la reconocían como si fuese grande. No le gustaba presumir, sabía que su destino sería de grandeza, que alcanzaría lo que se propusiera aunque para hacerlo tuviese que esforzarse, sobresalir y sobre todo plantarse ante la adversidad.

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Cuando se lo proponía se abría paso si el objetivo valía la pena. Muchas veces recurría al  engaño, se acurrucaba para verse indefensa pero al menor indicio de debilidad se erguía desafiante, mostrando todo su esplendor, logrando que su ocasional adversaria claudicara ante su majestuosidad.

Siempre atacaba de frente, salvo que las circunstancias la obligaran. No era su estrategia preferida ya que segura de vencer, la retaguardia se rendiría ante ella después de haber terminado su tarea.

En su juventud no había presa que se resistiera a sus encantos. Segura de sí misma, se mostraba frágil pero atenta a cualquier incursión que su ocasional contrincante intentara sin que estuviese preparada. Mostraba una debilidad que al momento de la cercanía se manifestaba como un huracán de placer que hacía sucumbir a la mas experimentada. No se trataba de una pelea, era una competencia feroz donde hacía gala de sus encantos y su experiencia para que su ocasional adversaria acabara exhausta.

Fueron años, décadas intensas. Alguna pausa obligada para reponerse pero siempre atenta. Al principio no distinguía entre lo apetecible y lo ocasional. Mas adelante se volvió exigente intentando con éxito los desafíos más arriesgados.

Durante ese tiempo nada le resultaba imposible, ni aun lo que le pertenecía a otros que contaban con armaduras superiores.

Su estrategia funcionaba a la perfección aunque algunos fracasos quedaron para siempre en su memoria, deudas pendientes que nunca pudo cobrar.

Con el paso del tiempo su instinto permanecía intacto pero ya no contaba con la reacción inmediata. Por más que lo intentaba, sostenerse erguida y amenazante por un tiempo prolongado le resultaba imposible por lo que fue acumulando fracaso tras fracaso.

Los años pasaron, ya nadie la elogiaba ni le brindaban el cariño que supo cosechar. Intentaba mostrarse eficaz como si estuviera parada firme como un soldado de guardia. No le duraba mucho, el tiempo había hecho su trabajo. Se sentía derrotada.

Ya no le quedaba alternativa que evocar sus mejores momentos. La asaltaban deseos de combates ya vividos donde la lucha se encadenaba con un frenesí de placer que al recordarlo su cabeza se turbaba como si estuviese a punto de explotar. Luego reflexionaba, ese no era el camino, debía retomar la lucha por sobrevivir.

El instinto la guiaba nuevamente a confiar en la estrategia que le aseguraría cumplir su cometido una y otra vez. aun cuando las circunstancias fueran adversas. Y lo eran. Sus argucias ya no surtían efecto, las trampas que en otro tiempo le resultaban, no funcionaban. De vez en cuando lograba atrapar una presa fácil, las que no requerían hacer uso de su estrategia tan efectiva cuando era más joven. No habría retorno.

El tiempo implacable destruye todo a su paso y ella no sería la excepción. Por más que lo intentaba las caídas superaban los esfuerzos por levantarse.

Una noche cerrada, presagio de su futuro, sintió  una caricia consoladora, familiar. Una mezcla de placer, de éxito y fracaso la envolvió.Con un último aliento logró  derramar la última lágrima y con ella la vida se fue apagando lentamente.

Sueño

Soñaba un lago, amplio, profundo, azul. Lo presintió voraz, dispuesto a absorberlo por el solo hecho de atreverse a soñarlo.

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El sueño lo obligada a aceptarlo como su refugio final. Una manera de hacerse inmortal, de transformarse en un habitante marino como lo había deseado cuando era niño. Una fantasía que había soñado otras veces y que lo remitía al principio de los tiempos cuando las primitivas especies solo habitaban profundidades liquidas.

El lago era imperfecto en su forma, ni cuadrado ni circular, irregular. Esta sinuosidad embestía su idea de la simetría. Las formas que tuviesen dificultad de ser dibujadas aumentaban su obsesión por las medidas perfectas, precisas e infalibles.

En ese lago navegaba un ser armonioso que prescindía de una embarcación, un bote, ni siquiera de un trozo de madera que lo mantuviese a flote. Detrás de él una figura difusa lo envolvía dándole un aspecto celestial o quizás siniestro.

Lo invitaba a sumarse a su periplo, a adentrarse en el agua cristalina, a sumarse a su delirio marino. Dudaba. El sueño no le dictaba esa travesía, solo la contemplación.

Aun así se encontró sumergido acariciando los juncos que crecían alrededor de la costa anunciando el comienzo de una profundidad desconocida. Se adentró en la oscuridad. Los rayos de sol rebotaban en la superficie y solo se animaban unos metros iluminando a las especies acostumbradas a deambular aguas arriba. Sospechó que sus ancestros, más osados, lo hacían ansiosos de encontrar un destino de tierra firme y de evolución. Así habría sucedido o tal vez un  creador, fatigado de vagar sin rumbo por el universo, haya sido responsable del surgimiento de seres inteligentes.

Se apartó de esas cavilaciones y continuó sumergiéndose hasta el fondo del lago desde donde tomó impulso para regresar a la superficie y nadar hacia la orilla segura.

Cambió de posición en la cama, se revolvió inquieto tratando inconscientemente de liberarse del sueño. Los parpados se negaron.

Esta vez soñó una pradera. Una llanura infinita tapizada de grama que ofrecía un verde perfecto y armonioso, similar a la  superficie del lago que acababa de soñar.

La extensa sabana, perfecta en su simetría, auguraba un largo viaje que se extendería más allá de lo que su vista podía distinguir.

A lo lejos unas elevaciones sugerían montañas, tal vez cordilleras. Imposible decidir por alguna de las dos opciones. Un jinete, montado en un caballo de color indefinido lo invitaba a compartir la silla. Esta opción lo obligaría a cambiar la suavidad del agua por la solidez de la tierra. Esta vez su destino estaría asociado a la madre desde donde surgía y habitaba todo lo viviente. Con solo pensarlo la idea de la oscuridad profunda y eterna lo aterraba. Imaginar su cuerpo integrado a la tierra, devorado por ella, no lo tentaba como su eterno descanso.

Se encontró cabalgando montado en la silla que el extraño le había ofrecido. Pero. El jinete se había esfumado. Solo las riendas esperaban sus manos para conducirlo a quien sabe que labor encomendada y con qué objetivo.

Alcanzar las montañas  sería su quimera o la escala de un viaje trágico o un renacer imprevisto. Sería una cabalgata eterna o fugaz.

Cambió nuevamente de posición, sus ojos cerrados apuntaban hacia el techo de la habitación en un intento vano de abandonar el sueño.

Esta vez la imagen fue de una negrura profunda salpicada de luminarias que parpadeaban invitándolo a integrarse a una singularidad remota y tentadora.

Una figura similar a un cuerpo humano flameaba refulgente, imprecisa. Lo convocaba a compartir su destino de vacío y soledad.

El espacio atravesaba su humanidad dándole una entidad nueva. Se dejo llevar por los pliegues sinuosos, brillantes, voraces. Era lo que había soñado cuando soñaba despierto. Una nueva realidad. El infinito postrado a sus pies invitándolo a conocer lo desconocido para todos los humanos.

Eligió esta opción más desafiante. Un futuro tan incierto como apetecible. Un destino de espacio y tiempo inexpugnable y desolador. Una decisión que estaba dispuesto a tomar. Aquella que soñó una y otra vez. Una pradera invisible donde la esperanza seria la búsqueda del agua que alimentara la vida.

Abrió los ojos.

La Señal

Fue una señal, un aviso similar al cartel que anuncia una curva en la ruta  y  nos obliga a reducir la velocidad. Ante la posibilidad del peligro el instinto obedece, se impone a cualquier decisión racional. Pero, en este caso, la advertencia me provocó un aumento del ritmo cardiaco. No anunciaba peligro, solo precaución ante algo desconocido. En fin, era solo una señal o un presentimiento, como una evocación del pasado que tendría consecuencias en el futuro.

Como cada mañana, después de ducharme desayuné con Marta y los chicos.  Ellos partieron hacia el colegio, yo a cumplir con mi obligación diaria. Trabajar en la zapatería de mi suegro.

Salí de casa, caminé hasta la parada del colectivo que, como todos los días, me dejaba a una cuadra de la zapatería. Me distrajo una mujer que caminaba apurada en la vereda opuesta y sin darme cuenta, como si alguien me lo hubiese ordenado, decidí caminar.

La tienda de venta de calzados como le gusta decir a mi suegro, está a quince cuadras de casa. Trabajo ahí porque me resulta cómodo, tengo algunos privilegios como los horarios y los descansos. Además, cuando él se retire me quedaré a cargo, seré el nuevo dueño porque Cuqui, bueno Marta,  no tiene hermanos que puedan heredar. No tiene es una suposición porque mi suegro no es de esos tipos que fueron fieles durante su matrimonio. La hermana de mi suegra siempre comentaba que antes de que Lita pasara a mejor vida él ya había tenido varios romances y quien sabe si de alguno de esos había nacido un heredero que, cuando Don Cosme parta hacia el lugar del que no se vuelve, aparecerá reclamando una parte de la fortuna. Una fortuna que él se encarga de disimular. Yo sé que tiene varias propiedades en alquiler pero de eso no se habla y si las tiene fue a costa de vivir como un miserable.

A mi suegra y a Cuqui nunca les faltó nada pero tampoco les sobró. ¿Vacaciones?. Apenas una semana en Mar de Ajó en un departamento que le prestaba un primo al que no le pasaba bola.

Sobre fin de año, llamaba a su pariente para saludarlo y sobornarlo con un par de zapatos para su esposa como regalo de navidad. Generalmente eran  los modelos pasados de moda de la temporada pasada. Ese gesto le daba el pasaporte a esa semana gratis que yo, estando de novio, pude compartir siempre que me pagara lo que consumía.  En fin, nada es gratis, todos tenemos nuestro precio.

Esa mañana estaba decidido a caminar, necesitaba reflexionar sobre esa señal, esa visión extraña y borrosa que durante un par de segundos pasó delante de mis ojos al despertarme.

Marta, bueno Cuqui,  preparaba el desayuno. Me oyó gritar, -un sonido ahogado que mi garganta no lograba expulsar-. Se asomó al dormitorio revolviendo la taza de café.   

¿Pasa algo Alberto?. No mi amor respondí enseguida, me tropecé con la pata de la cama. No sé si escuchó mi respuesta.

Era una mañana agradable, el sol brillaba sin lastimar a pesar de ser pleno verano. Me quité el saco. Esa costumbre que mi suegro sostenía como si fuera una religión, debíamos atender vestidos con traje. Anacrónico o no, tengo que reconocer que a las clientas mayores, entradas en años, o, como las querríamos llamar, para no usar la palabra ancianas. Digo, esas bellas señoras todavía aprecian la formalidad de quienes tocan sus pies dolientes con el solo propósito de ayudarlas a probar un numero menos del que necesitan y de esa manera componer el personaje de esos caballeros formales y elegantes  que las transportan a sus épocas de juventud.

Mi suegro abría la zapatería a las nueve en punto. Después de largos años cumpliendo con ese horario logré convencerlo en que necesitaba entrar a las diez.

La excusa fue que debía llevar a los chicos al colegio. Cuando crecieron y ya no hizo falta, aguantando un poco su cara de culo, di por hecho que ese seria mi nuevo horario y no hubo discusión al respecto.

Aproveché que había salido temprano, me detuve en el café que solía frecuentar cuando era soltero y recalábamos con mis amigos después de ir a bailar los sábados por la noche.

Salvo que alguno hubiese enganchado algo, solíamos volver temprano para jugar alguna partida al billar y quedarnos mirando hacia la vereda divagando hasta que amanecía.

¡Que pintoresco era ese bar!. Digo era porque cuando el gallego se murió los hijos se lo sacaron de encima y el nuevo dueño lo transformó en un pizza-café.

Manolo había comprado la propiedad, cuando la avenida todavía era de tierra. Una casa antigua que los herederos largaron por poca plata.

Con su mujer y un paisano que se dedicaba a la albañilería pintaron las paredes y el techo, alisaron el piso con cemento y distribuyeron  mesas y sillas que había comprado en una subasta y un mostrador viejo en una empresa de demolición. La iluminación la instaló un vecino que se daba maña usando los artefactos que ya estaban en la casa y algunas luces que le habían sobrado de un arreglo anterior. El pago fue un café con leche con medialunas durante dos meses.

Manolo atendía la barra junto a su mujer, una gallega con carácter firme pero amable si se la trataba bien. Manolo se encargaba de los cafés y las bebidas, ella de los sándwiches y algunas cosas dulces que preparaba con sus propias manos.

La atención en las mesas estaba a cargo de un mozo por la mañana, Oscar y otro por la tarde Avelino. Un gallego de estirpe con cejas espesas y frente ancha. Su uniforme era una casaca que alguna vez había sido blanca, gastada a la altura de la panza por donde frotaba las manos después de limpiar las mesas.

¡Que va! Preguntaba con voz enérgica. Disimulábamos para que repitiera la frase y nos reíamos como chicos.

No pude terminar el café,  no era el mismo, la nostalgia también se había asociado a ese sabor  amargo que solo con dos terrones de azúcar lo hacían tomable. Ese café, dulce y rancio a la vez, permanecía  en mis recuerdos como el mejor  que tomé en mi vida.

Estaba por levantarme de la mesa cuando la señal regresó. No era un resplandor como al  despertarme esa mañana sino que se corporizaba en una silueta borrosa que ondulaba, simulando una forma de mujer vestida de color celeste.

Fueron dos o tres segundos o tal vez mas. Me trajo a la realidad el bocinazo de un colectivo. Detesto a los colectivos y sus bocinas aturdidoras pero en ese momento los odié aun mas. Mi señal o lo que yo creía que era, se había corporizado y un chofer con o sin motivo había arruinado ese momento.

Rumiando la bronca completé las cuadras que me quedaban hasta llegar a la zapatería.

Mi suegro ya estaba repasando las banquetas y el mostrador de caja. Al verme entrar levantó la vista para asegurarse que era yo. Era lo que estaba dispuesto a darme a manera de saludo. Solo cuando realizaba una buena venta abría la boca para decir -muy bien, siga así-.

De todas maneras esa mañana no estaba dispuesto a dejarme intimidar con su arrogancia. Estaba pendiente del significado de esa señal que había percibido al despertarme y luego sentado en el bar, mientras añoraba épocas pasadas. En ese momento  sentí algo parecido, como si una voz interior me estuviese susurrando algo que todavía no podía entender. Una advertencia. Que algo estaba por suceder ese día, que un acontecimiento singular llegaría a mi vida para  cambiarla para siempre. Como si se abriera un portal hacia otra dimensión.

El ingreso de una clienta me hizo regresar de mis pensamientos.  Al verla supe que algo tenia que ver con lo que desde la mañana me estaba sucediendo.

Era una mujer de unos cincuenta y tantos años, lucía un vestido claro. La brisa que se colaba por la puerta lo movía acompañando sus pasos que suavemente acariciaban la alfombra. Los ojos celestes iluminaban la piel suave y pálida. Su mirada profunda me interrogaba, como si intentara penetrar en mi interior. Quedé paralizado sin poder articular palabra. Me repuse y la saludé formalmente.

-Buenos días, en que la puedo ayudar.

Me retribuyó el saludo y con una sonrisa un poco irónica, me respondió

-Justamente vengo a eso, a que me ayude o tal vez yo pueda hacerlo.

A la formalidad de  mi ofrecimiento la respuesta lógica hubiera sido -estoy buscando un   zapato, de tal color o igual que el que exhiben en la vidriera-. Pero. En lugar de un pedido familiar a mi función de vendedor me ofrecía ayuda y al no saber a qué ayuda se refería se me acabaron los argumentos para los cuales estaba entrenado.

La invité a tomar asiento, no se porque le ofrecí un vaso de agua, no estaba agitada ni mucho menos, al contrario, su rostro expresaba calma y transmitía cierta paz.

Me senté frente a ella en uno de los probadores especialmente diseñados para que las clientas apoyen su pies y calcen los zapatos sin necesidad de tocar el piso. Detrás de la -no clienta- estaban exhibidos los diferentes modelos de la ultima temporada por los cuales la señora no mostró ningún interés.

Sentí que detrás mío mi suegro me observaba entre sorprendido y molesto preguntándose  que hacia yo en esa posición.

Me llamo Raúl, el señor que nos esta observando en mi suegro Antonio y la zapatería se llama Roberto. No supe en ese momento porque hice esa presentación y porque aclaré que el nombre de mi suegro era diferente al de la zapatería. No llegue a decirle, hubiese sido muy intrascendente, que la incoherencia se debía a que cuando mi suegro compró el negocio en el piso de la entrada estaba grabado el nombre de -Zapatería Roberto- y por una cuestión de costo, cambiar el piso, Antonio había decidido dejarlo así.

La gente seguía preguntando por Roberto y la respuesta al principio era que estaba de vacaciones, luego que había enfermado y cuando efectivamente Roberto pasó a mejor vida, que había muerto. Esta última noticia yo solía darla fingiendo una tristeza que no sentía ya que nunca había conocido a Roberto ni tampoco sabia nada de él ni siquiera por referencia.

Yo soy Ofelia me dijo profundizando su mirada inquisidora.

Ofelia, no sé porque me resultó familiar.

Antes de conocer a Cuqui había tenido un accidente de auto del cual salí ileso, solo un golpe en la cabeza sobre el asfalto que al principio los médicos no le dieron importancia.

Durante  unos meses padecí un fuerte dolor de cabeza. Los médicos decidieron profundizar con algunos exámenes. Mi cuñado se ocupó del arreglo del auto y cuando le pregunté sobre los daños solo me dijo que ya estaba reparado y limpio.

El primer electroencefalograma no arrojó ningún resultado preocupante. Mi memoria había quedado en blanco. Poco recordaba de mi vida anterior al accidente.

Sabía quién era, a que familia pertenecía, quienes fueron mis amigos pero había periodos que habían quedado archivados en mi memoria. Como esos libros que estamos seguros que alguna vez leímos pero que no podemos recordar la trama ni los personajes. Los detalles de mi vida anterior se habían alojado en lo mas profundo de mi mente.

Ofelia, sí, había habido alguien con ese nombre en un fragmento de mi vida que se había perdido. Ella descubrió mi perturbación y volvió a dirigirme su mirada penetrante. Sonreía.

Confirmé a través de su mirada que Ofelia mas que ofrecerme ayuda tenía algo para decirme y que no se limitaría al tiempo que ocupo para vender un par de zapatos.

Aproveché que se había hecho mediodía y la invité a almorzar. Me sorprendí al darme cuenta que la había invitado como si fuésemos amigos o nos viéramos frecuentemente. No se por que extraña razón lo hice con la seguridad de que aceptaría y así fue. Había un buen lugar a pocos metros doblando la esquina y hacia allí nos dirigimos sin cruzar palabra en el trayecto. Empujé la puerta y entramos.

Había mesas libres sobre el ventanal pero por una extraña sensación de culpa elegí una doble en el medio del salón. Era temprano y el lugar estaba poco concurrido no mas de tres mesas ocupadas. En una de ellas, justo frente a mí, almorzaban unas amigas de Cuqui que no me sacaron la vista de encima hasta que las saludé levantando la mano con una media sonrisa resignada. Me habían visto, no tenia porque sentirme en falta, Ofelia solo era una vieja amiga. Me resultó extraña esta definición que me trajo el recuerdo de la visión, la  imagen difusa de esa mujer vestida de celeste que flameaba delante mío hasta que el colectivo con su ruidosa bocina me sacó del trance.

Tomamos el café en silencio como si no tuviéramos nada para decirnos a pesar que dentro de mí se arremolinaban palabras que no lograba verbalizarlas. Ella me miraba condescendiente como si percibiera mi confusión.

A esta altura del relato el autor se percató que el personaje había tomado el control de la historia y debido a su inexperiencia, el desarrollo había quedado trunco sin haber generado una tensión adecuada para que el lector se interesara por continuar leyendo.

Haría falta un -narrador omnisciente- quien, sin estar comprometido con lo que sucedía, encontrara la manera de entretejer lo que hasta ahora había sido escrito y generar más expectativas por el final del cuento, si es que se lo pudiera llamar así.

Me encomendó esa tarea y aquí estoy para remontar esta historia que tal vez sea publicada o como muchas terminará en la papelera de reciclaje.

Como habrán leído el personaje responde al nombre de Alberto, luego se identifica ante Ofelia como Raúl error que puede pasar desapercibo o confundir al lector. Mi tarea no será sencilla.

Alberto o Raúl, en un gesto curioso ante una clienta, la había invitado a almorzar pero se limitaron a tomar un café, solo uno. El la observaba tratando de entender que giro del destino los había reunido. Habrá sido casualidad que esa mañana al despertarse y luego camino al trabajo, había vivido como real la visión de una mujer con un aspecto similar a Ofelia. Pero. ¿Solo había sido fortuita la presencia de Ofelia en la zapatería?. No habría manera de descubrirlo sino comenzaban a hablar y ella se decidió a tomar la iniciativa.

Cuál es tu nombre verdadero, inició la conversación Ofelia sin dejar de mirarlo a los ojos.

Alberto, Alberto Morales, se sorprendió al agregarle el apellido.

Alberto, murmuró Ofelia bajando la mirada hacia la taza de café, conocí un Alberto pero no estoy segura.

Sin embargo vos me resultás conocida, tu imagen me es familiar.

¿ Mi imagen? A que te referís?

Volviendo al principio del relato, Alberto, se despertó viviendo como real la presencia de una figura difusa que recorría la habitación flameando como una bandera celeste. A pesar de la perturbación que le produjo lo tomó como resabio de un sueño que permaneció por unas instantes al despertarse.

Desayunó sin comentar con Cuqui  lo sucedido. Ella tampoco le dio mucha importancia a ese grito ahogado que escuchó desde la cocina. Estaba concentrada en preparar a los chicos para el colegio que como todas las mañanas se resistían a tomar el desayuno a base de cereales y leche con tostadas untadas de queso blanco. Una decisión que había tomado por consejo del pediatra que la alertó por el sobrepeso del mayor que se resistía a hacer actividad física y vivía pegado a su teléfono mirando videos. Lucía, las más chica, se quejaba por tener que compartir -el castigo- con su hermano ya que ella conservaba un peso adecuado a su edad y no veía la necesidad de seguir la dieta.

Alberto, esa mañana, decidió caminar al trabajo sin importarle que se demoraría más de la cuenta. Se detuvo en el bar donde compartió la adolescencia con sus amigos. Ya relató los acontecimientos de esa época pero no reparó en lo más importante que le sucedió al salir del bar.

Nuevamente la imagen, esta vez más clara y el bocinazo del colectivo lo perturbaron pero no relacionó los dos momentos que, de hacerlo, lo hubiesen referido a aquel episodio de unos años atrás cuando, por no lo colocar la señal de giro al doblar a la izquierda, el colectivo que circulaba por la avenida tuvo que realizar una maniobra brusca arrastrando a una mujer que cruzaba la calle mientras hacía sonar su bocina alertando sobre el accidente que cobraría la vida de esa muchacha de vestido celeste.

Y ahí estaba frente a él, milagrosamente repuesta, sin ninguna huella de lo que le había sucedido.

Alberto, en su huida, la había dado por muerta. El cambio de auto y la matricula le aseguró la impunidad que su cerebro ocultó durante todo este tiempo y que ahora el destino le  venía a reclamar.

Ofelia reparó en  el temblor de la mano de Alberto al llevarse la taza a la boca. El recuerdo se había corporizado y una sonrisa se dibujó en su cara.

Esta vez no te podrás escapar le dijo manteniendo la expresión que de a poco se fue transformando en una mueca de furia.

¿ Que vas a hacer?, los labios de Alberto acompañaban el temblor de su mano.

Nada, respondió Ofelia. El remordimiento por haber sido tan cobarde será suficiente castigo o quizás puedas seguir disimulando como hasta ahora. Pero. El fantasma que estás viendo ahora, te acompañará el resto de tus días.