Algunas mañanas, cuando corre una brisa fresca y el sol apenas calienta, me gusta imaginar —o recordar— que lo veo cruzar el jardín y pienso en Él. En el que fue el amor de mi vida, o tal vez en el que más recuerdo, porque a los otros, cuando pienso en Él, los olvido.
Leer más: ÉlEn la escala de mis amores, Él fue el primero o el segundo, ya no recuerdo la secuencia. Pudo haber sido el tercero o el cuarto. No tiene importancia. Tratar de averiguarlo, como a veces lo hago, solo me confunde.
Yo era una adolescente tratando de escapar de la edad en la que nos percibimos de manera diferente según la situación en la que nos encontremos. A veces niñas, extrañando nuestros juegos inocentes, y otras, mujeres por el solo hecho de haber menstruado y tener que rasurarnos las piernas para no condenar nuestro atuendo a pantalones y polleras largas.
Sin notarlo al principio, y anhelando después, nuestro cuerpo se transforma. Nuestros deseos y sensaciones toman una incomprensible intensidad; nos provocan placer, pero también nos atemorizan.
Me acuerdo de Él rondando por mi casa con la excusa de llamar a mi vecino para jugar a la pelota. Yo lo observaba a través de la ventana. Al pasar, miraba de reojo hacia la puerta con la esperanza de que saliera a recibirlo como si fuera mi príncipe azul.
Otras veces se ponía de cuclillas en mi vereda para atarse los cordones de las zapatillas, demorándose, atento al ruido de la puerta de calle de mi casa o a cualquier movimiento que anunciara mi presencia.
Cuando jugaba a la pelota en la esquina, yo conversaba con mis amigas en la vereda, sin prestarle atención y quejándome cuando la pelota venía hacia nosotras. Las veces que pasaba cerca, o cuando la pelota nos golpeaba, él se acercaba para disculparse. Yo continuaba la conversación como si nada, a pesar de que mis amigas se esforzaban en aceptar las disculpas con una sonrisa.
—Lo hace a propósito —me decían—. Viene por vos, ¿no te das cuenta?
—Claro que me doy cuenta —les respondía—, pero si quiere seducirme va a tener que esforzarse más. No basta con arrojar la pelota hacia nosotras; debería ser más galante.
En mi interior sabía que él se esforzaba, y a mí me gustaba su actitud tímida y distante. Pero yo, a esa edad, soñaba con alguien distinto: un futuro doctor o arquitecto.
Cuando cumplí los quince, a pesar de la insistencia de mis amigas, no lo invité a la fiesta. No supe bien por qué tomé esa decisión. ¿Solo para que se sintiera ignorado y que mi actitud lo obligara a redoblar sus esfuerzos por conquistarme? Tal vez.
Mi estrategia no funcionó. Por el contrario, dejó de merodear mi casa, ya no llamaba a los gritos a mi vecino, sus zapatillas dejaron de desatarse.
Mis amigas, como reproche, comenzaron a prestarle más atención. Los sábados, cuando se enfrentaban con el equipo de fútbol del otro barrio, se sumaban a la hinchada para alentarlos. Nunca me invitaron. Tampoco hubiese ido. Sería un signo de debilidad que no estaba dispuesta a mostrar.
Un par de semanas más tarde me enteré de que se había mudado. Un repentino cambio de trabajo de su padre. Eso dijo. Comencé a extrañarlo.
Para alejarlo de mis pensamientos, entre los dieciséis y los diecisiete años novié con un compañero de la escuela, en forma intermitente. Al principio pensé que me había enamorado. Tuvimos algunos escarceos que no pasaron a mayores. Solo intentos fallidos, poca experiencia y mucho pudor. Rompimos y nos reconciliamos tres veces. Me había acostumbrado a esta secuencia, inútil, porque cada fracaso me confirmaba que a pesar de los años el destinatario de mis deseos y emociones seguía siendo Él.
Cada tarde, al volver a casa del colegio, después de tomar la merienda, me asomaba a la ventana. Esperaba el sonido de su voz afónica llamando a mi vecino, o que se detuviera y, en lugar de atarse los cordones de las zapatillas, golpeara mi puerta.
Me lo imaginaba con su aspecto desgarbado, con una flor en la mano que había arrancado de algún jardín, sus ojos claros entreabiertos y, mientras extendía el brazo para ofrecerme la flor, me invitaba a dar una vuelta por el barrio. Caminábamos, y me contaba de sus sueños. –Voy a ser jugador de futbol, jugaré en Boca y saldremos campeones–.
Ni doctor ni arquitecto: jugador de fútbol. Un plan de vida apasionante, me llevaría a la cancha y después a comer pizza.
Yo trataba de hacer realidad una relación que nunca sucedió pero mi mente me jugaba en contra, mis prejuicios podían más que mis sentimientos y a esa edad era jodida. Quería cagar más alto que mi culo.
Me propuse alejarlo definitivamente de mi cabeza. Hice terapia. Hasta, por consejo de mi mamá, le hice una promesa a la Virgen de la Medalla Milagrosa. Ninguna funcionó. La terapia fue una pérdida de tiempo y la Virgen parece que estaba atendiendo otros asuntos más urgentes. Me resigné a que de tanto en tanto Él se colara en mis disquisiciones. Alguien llegaría que me lo haría olvidar.
Mientras terminaba el secundario preparé el ingreso a la facultad. Siempre soñé con ser médica, y fue ahí, en un bar sobre la avenida Córdoba, donde conocí a Jorge. Rubio, alto, ojos celestes y futuro médico, hecho a mi medida pensé.
¿Me enamoré?, digamos que sí, no me lo pregunté. ¿Era amor?. Traté de que lo fuera, me lo impuse. Merecía ser feliz y Jorge me trataba bien, me decía cosas dulces; él sí parecía enamorado.
Jorge ansiaba ser pediatra, yo cirujana. A él le apasionaba la música, yo había heredado la sordera musical de mi familia. En los cumpleaños, cuando a mi tío se le ocurría sacar la guitarra y cantar, Jorge me miraba como pidiendo auxilio. Para peor, el resto de la familia se integraba y hasta que no cantaban «Luna Tucumana» no paraban. Esas noches volvíamos a casa sin hablarnos. En esos tiempos, el sexo remediaba estos desencuentros.
El enamoramiento es una barrera para todo aquello que no nos gusta de nuestra pareja. Vemos solo las virtudes, las percibimos eternas. Cuando el tiempo pasa, aquellas cosas a las que no le dábamos importancia aparecen en primer plano y son la causa de nuestros conflictos, que a veces se tornan insoportables.
Con el tiempo, empezaron a notarse nuestras diferencias. Jorge tenía una forma más laxa de tomarse la vida. A veces postergaba responsabilidades, confiando en que todo se resolvería solo. Yo, en cambio, era organizada hasta la obsesión. Me angustiaba su modo de improvisar y a él lo cansaban mis exigencias. En las primeras etapas del amor, esas diferencias parecían insignificantes. Incluso encantadoras. Pero una vez convivimos, se hicieron cada vez más notorias.
Un año antes de recibirme quedé embarazada. Vivíamos juntos desde hacía ocho meses. Correspondía casarse, y así lo hicimos. Una ceremonia sencilla, igual que la fiesta, y luna de miel en el departamento de mi tío en Pinamar.
Mientras mi cuerpo se deformaba para que Luz naciera, Jorge —que no era Él— comenzó a frecuentar nuevos amigos con los que había formado una banda de rock. Nos faltaba un año para recibirnos y, entre el estudio y la música, nuestros momentos juntos fueron menguando. Con la excusa de los ensayos llegaba siempre tarde. Tarde a la cena, tarde para mirar tele juntos, tarde para hacer el amor.
Nació nuestra hija y, en lugar de traer alegría a nuestra pareja, nos alejó. Por supuesto, no la culpo a Luz. Fue Jorge quien decidió que nuestra vida juntos ya no tenía sentido, que no era su momento de ser padre, que ya no compartíamos la pasión por la medicina y que se había enamorado de la cantante. Esto no me lo dijo en persona, sino en la nota que me dejó en la mesa del comedor y que leí una y mil veces la mañana siguiente, con Luz en brazos.
El abandono de Jorge, lejos de deprimirme, me fortaleció. Con la ayuda de mamá logré recibirme. Conseguí un puesto en una clínica —donde aún ejerzo—, mientras completaba mi residencia en el Hospital Pirovano.
Me volví a casar y a divorciarme dos veces. Volví a terapia y descubrí, —lo sabía desde mucho tiempo antes— que mis reiterados fracasos se debían a que no había olvidado a Eduardo, a Él. A lo largo de mi vida, ese hilo invisible que nos unía se mantuvo intacto. Sentí que ya era tarde. Que nada sería igual sin Él.
Sin embargo, viví algunas aventuras. Con un hombre mayor, casado, con hijos. El amor y la pasión no se llevaban bien, y como debía suceder, se terminó con el clásico: «no sos vos, soy yo».
Luz se fue a vivir con el novio a España. Consiguieron una beca. Decidí que transcurriría esta parte de mi vida sola. Saliendo con amigas viudas o separadas, un viaje, o simplemente aceptando las consecuencias de una vida que elegí. No me fue tan mal, solo que…
Un martes, camino a mi antigua casa, donde mi madre aún se aferra a la vida como yo a mis recuerdos, lo vi. Estaba parado en la misma esquina donde, hacía más de cuarenta años, jugaba a la pelota con sus amigos. No me costó reconocerlo. Su postura levemente encorvada, su mentón pronunciado y la voz afónica me aseguraron que era él. Al pelo castaño llovido sobre su cara se lo había llevado el viento de los años, y su cuerpo, al igual que el mío, había sido succionado por la gravedad. Solo lo sostenía, en mi caso, un pantalón ajustado y un suéter suelto por debajo de la cintura.
Por segundos cruzamos las miradas. Él retomó la charla con su amigo —el mismo que aún vivía al lado de mi casa— y yo, dudando en si levantar la mano para saludarlo, continué mi camino. Mi madre, parada en la puerta, me preguntó:
—¿Lo viste? —Yo lo quería —agregó, mirándome con un dejo de tristeza.
Por supuesto que lo había visto. No hizo falta responderle. Pero vi una versión que no se acercaba a mi realidad. ¿A mi realidad?
Semanas después me sorprendió recibir un mensaje de Eduardo —seguro que mi madre metió la cuchara, porque él no tenía mi número—. Me invitaba a tomar un café. Dudé en aceptar. Pero. No tenía nada que perder, pensé.
Nos encontramos en un bar del barrio de Flores que cerró hace un par de años. Me contó sobre la frustración de no haber llegado a ser jugador de futbol. Le mostré fotos de Luz con su hija en brazos, mi nieta que todavía no conozco. Nos acordamos del barrio, de nuestra adolescencia y lamentamos el tiempo perdido.
Hace un año que vivimos juntos. Dejamos atrás aquellos desencuentros y disfrutamos un presente que sin el pasado nunca hubiese sucedido.
Sus zapatillas ya no tienen cordones. Pero. Cada mañana, cuando Él cruza el jardín saliendo de casa camino al trabajo, sabiendo que lo estoy mirando desde la ventana de la cocina, se arrodilla para atarse ese cordón invisible que durante más de cuarenta años nos mantuvo unidos.