Querosen

Cuentan, que lo que estoy por relatar, sucedió en el mes de julio del año mil novecientos cincuenta y nueve.

El lugar. Un almacén y fiambrería tradicional en esa época, situada  en el incipiente barrio de Mataderos. Un barrio donde convivían familias humildes en su mayoría, clase trabajadora afincada alrededor del Mercado de Hacienda, rodeado de frigoríficos y curtiembres que brindaban un trabajo digno a los inmigrantes que llegaban desde una Europa destruida por la guerra. Casas construidas con esfuerzo y mano propia donde los vecinos hacían de albañiles, ayudantes, plomero por el solo hecho de prestar una ayuda que sería devuelta del mismo modo.

En general ninguna se distinguía de las demás salvo la llegada de un nuevo rico que además de gustarle el barrio arribaba con la intención de complacer su ego.

Volviendo al almacén, un reducto de apenas diez metros cuadrados, que cada   mañana reunía a  las amas de casa deseosas de enterarse de las novedades del barrio.

Una botella de lavandina o medio kilo de galletitas eran la excusa perfecta para ponerse al día de los últimos acontecimientos. El almacén era una usina receptora y a la vez generadora de los chismes, secretos e historias escabrosas donde casi nadie se salvaba de estar involucrado.

Se accedía al local subiendo dos escalones y peleando con la puerta de hierro que caprichosa, solo se abría al tercer intento. A cada lado de la entrada, sobre las vidrieras del frente, colgaban sendos carteles de chapa algo oxidados. Uno de  gaseosa Crush y el otro de Fernet Branca el cual auguraba una moda que surgiría cincuenta años después.

Los dos hacían las veces de guardia de honor al anuncio reluciente de color amarillo con la leyenda Almacén Don Damián, fileteada con pintura azul. Una manera de destacar su fanatismo por Boca Juniors.

Entrando, a la derecha, sobre estantes de madera, se apilaban las latas de galletitas. Las mismas eran de chapa, fileteadas en distintos colores de acuerdo a la marca.  Entre otras se destacaban Canale, Bagley y Terrabusi. Un círculo de vidrio transparente permitía elegir las formas y el sabor  que cada clienta acompañaba con el mate de la tarde. Se vendían por peso al igual que los fideos, el azucar y las legumbres. Don Damián las envolvía en una hoja de papel rectangular y habilmente, con un cierre artesanal similar al repulgue de una empanada, lo transformaba en una bolsa.

Frascos de aceitunas, encurtidos, junto a tablas de madera donde reposaban tentadores hormas de queso, lucían sobre el mostrador de madera gastada.

Al pie, apoyada sobre un caballete, descansaba una canasta gigante con el pan del día que sobre la madrugada abastecía la panadería ubicada a no más de cien metros del almacén de don Damián.

Al frente, la heladera vidriada, que hacia las veces de mostrador, exhibía los productos frescos. Fiambres, queso fresco, dulce de batata y membrillo, botellas de leche y yogures en frascos de vidrio.

Pendiendo del techo los jamones esperaban su tiempo de maduración para ser consumidos. Colgadas de las vigas las lámparas a querosén y las escobas amenazaban las cabezas de los clientes y una cantidad infinita de productos formaban un inventario que hoy llenarían la capacidad de un disco duro.

El chismerío de la mañana se refería a los vecinos que en ese momento no estaban en el lugar. Mas tarde llegarían otros para cumplir el mismo rito. Finalizada la compra cada uno sabía que al atravesar la puerta, sería una víctima más.

–Vio doña Rosa, la hija del plomero, el padre la encontró semidesnuda en el terreno baldío. El ayudante de don Cosme la tenía apretada contra la pared y ella gritaba como una marrana. No se imagina como le quedó la cara al pobre muchacho.

¡Como si él tuviera la culpa! Prosiguió indignada como si se tratase de su hija.  A la Mónica la mandó una semana a la casa de la tía que vive en Wilde. No la culpo, se dejó llevar, el chico es muy buen mozo.

-¡Culpa de los padres!, respondía con vehemencia la ocasional interlocutora, yo no la dejaría andar por la calle con esa pollerita que se le ve todo. Algunas asentían con la cabeza, otras disimulaban mirando hacia la calle.

Esa mañana Reinaldo enfilaba con paso ligero hacia el almacén. Llevaba puesto el pantalón del pijama, un abrigo negro medio descosido y una bufanda que le envolvía el cuello y parte de la cara. El pelo revuelto y la barba crecida, lejos de ser una moda como en estos días, eran un signo de abandono.

Caminaba ligero y nervioso. Miraba hacia los costados como un animalito huyendo de su predador. Su actitud respondía a una fobia que había adquirido en los días que pasó en la celda de la comisaria por andar juntando puchos de cigarrillos en la calle. En esos tiempos la vagancia se consideraba un delito.

Esta vez era distinto, lo ponía nervioso el trayecto porque a esa hora de la mañana, a pesar del frio, las vecinas  ya barrían la vereda.

Las  hojas secas no dejaban de caer y la tierra acumulada entre las baldosas cuadriculadas era la excusa. El objetivo, vigilar el movimiento del barrio. Nada debía escaparse a su control, se turnaban para no perderse detalle. Cuando una entraba a la casa, como si fuera una guardia de cuartel, otra la reemplazaba repasando las ventanas o parada en la puerta de calle con la escoba como estandarte, nada sucedía sin que ellas se enteraran.

¿Cómo anda Reinaldo, va a comprar querosén para la estufa?, preguntó doña Carmen.

Él sin mirarla le respondió con una sonrisa nerviosa asintiendo con la cabeza.

-No me ve la lata en la mano, para que pregunta, murmuraba acelerando el paso. El cilindro de color rojo, con una manija de metal en el centro, tenia una capacidad de cinco litros. Reinaldo la llenaba con no mas de cuatro  de querosén para que en el trayecto de vuelta no se derramara por el balanceo de su mano.

El invierno se asomaba bravo ese año y sin un trabajo fijo no se podía dar el lujo de volcar una sola gota.

Al llegar a la puerta del almacén escuchó los gritos de la esposa del almacenero.  Con el ceño fruncido y sosteniendo su dedo índice a la altura de la cara de don Damián le decía.

– ¿Vos creés que no me di cuenta cuando le agregaste dos fetas de jamón a los cien gramos después de pesarlo?.

Reinaldo titubeó antes de entrar, había visto salir a una rubia muy bien dotada y comprendió que el ambiente se presentaba hostil. Conocía el carácter de doña Sofia y no estaba dispuesto a pagar los platos rotos.

Pensó en volver mas tarde pero si esa noche no calentaba la habitación, correría el riesgo de enfermarse como el año anterior, decidió entrar.

Al verlo doña Sofia empujó a su marido a la trastienda sin importarle su presencia. En otra circunstancia no le hubiese extrañado la actitud de don Damián, la yapa era una costumbre, un inconsciente marketing de esa época, donde la relación con el vecino se establecía con gestos y actitudes que las palabras no lograban transmitir. En este caso, sin duda, había sido diferente.

La llegada de Raquel, de visita por unos días a la casa de su abuela alborotó la cuadra. Su presencia sonó como la alarma del cuartel de bomberos, la sirena se transmitió como un código morse, la guerra se avecinaba.

La forma de vestir  de Raquel resultaba inapropiada para un barrio tradicional donde guardar las formas era una religión. Su andar provocativo fue una advertencia para las mujeres que acostumbraban barrer la vereda en batón y chancletas.

Sus hombres también recibieron el llamado. Retomaron la lectura del diario en la vereda ignorando el frio del invierno. El barrio se alborotó de tal manera que las peleas conyugales a puertas cerradas se escuchaban desde la calle

La peluquería del barrio nunca estuvo tan concurrida y los vestidos -para salir- se acostumbraron al trajín de todos los días. Las señoras del barrio no entregarian sus posesiones sin luchar.

Reinaldo, continuaba en el almacén maldiciendo a la patrona del conventillo que se había negado a prestarle un litro de querosén hasta que cobrase la jubilación.

-Andá a trabajar atorrante, le gritó  doña Consuelo. Usted fue el que me rogó que le alquilara la habitación del fondo. Hace dos meses que no me paga el alquiler y tiene el coraje de pedirme prestado, ¡habrase visto!.

La vida de Reinaldo transcurría en una habitacion minuscula de cuatro por cuatro, con el techo de chapa agujereado y las paredes sin revocar.

Era cocina, comedor y dormitorio a la vez y el baño lo compartia con dos inquilinos que estaban alojados en una habitacion similar en la terraza donde tambien compartian la pileta de lavar, el baño y la soga para colgar la ropa.

Los días  transcurrían con su cuerpo aplastado en  lo que quedaba del colchón de lana apelmazada sobre la cama de hierro semioxidado. La radio era su compañía mientras leia algun diario con noticias viejas que la dueña de casa iba descartando.

Su desayuno se componia de  mate con algun bizcocho que lentamente se iba transformando en su almuerzo.

La radio lo alejaba de sus pensamientos que se repetían como un latigazo. Elvira cruzando la calle, su distracción al darse vuelta para saludarlo, tal vez con la intencion de regresar y el camión revolviéndola entre sus ruedas. Reinaldo atino a socorrerla pero ya era tarde.

La imagen de sus ojos implorando, -no me dejes ir-, como si con ese ruego pudiese retroceder el tiempo y dejar pasar esa pelea donde los gritos y las agresiones la decidieron a que ya no era posible una vida juntos. El llanto ahogado de Reinaldo implorando la participacion divina, a la que acudimos cuando ya no hay esperanza, tampoco fueron eficaces.  Elvira se apago en sus brazos. Él sintió que moría con ella. Fue el final de una epoca feliz. Como suele suceder los malos recuerdos se fueron borrando. Solo acudían lastimosos cuando, por la radio, pasaban  un tango que solían bailar en el club del barrio.

-Quiero verte una vez mas, amada mia y extasiarme en el mirar de tus pupilas-, cantaba Alberto Moran.

La discusión entre el almacenero y su esposa continuaba. Reinaldo trató de llamar la atención de los contendientes levantando la lata vacía.

Ni se le ocurriría intervenir en la disputa y perder la posibilidad de que don Damián le fiara los cuatro litros de querosén que necesitaba para calentar la habitación.

–Solo quise quedar bien con la nueva vecina, intentó don Damián.

-Usted es un baboso, gritaba la esposa, ¡un viejo baboso!.

Todo sucedió en menos de un minuto. Para salir lo más rápido de la situación y lograr su cometido, Reinaldo  decidió accionar por su cuenta el surtidor de querosén para llenar su lata. En esa tarea se encontraba cuando escuchó el ruido de los tres intentos que necesitaba la puerta de entrada para abrirse.

Una queja parecida a un rugido le hizo levantar la mirada, alcanzó a ver la cara de indignación de doña Sofia.

Raquel ajena a lo que estaba pasando ingresó sonriendo exibiendo sus dientes blancos rodeados de rojo carmín. Antes que recibiera el insulto que la mujer de don Damián estaba por proferir, el taco del zapato de la muchacha se hundió en una grieta del piso de madera. Su cuerpo comenzo a flamear como una bandera. La caida era inevitable.

Llevado por un impulso similar al que hubiese pretendido realizar cuando el camión arrolló a Elvira, Reinaldo se arrojó sobre Raquel. Tomándola por la cintura trató de evitar que la muchacha se desplomara en el piso quebradizo.

La pollera de Raquel se estrechó y sus piernas blancas, suaves al tacto, fueron el comienzo del espectáculo. El contenido pulposo de la blusa rasgada quedó a la altura de la mirada absorta de Reinaldo y tambien de Don Damian que no se perderia lo que estaba sucediendo aún si debiera soportar otro reto de su mujer.

Extasiado, Reinaldo no se percató que en el arrojo, había dejado abierto el pico del surtidor, el querosén se derramaba por el piso.

Justo en ese momento, un vecino ingresó con la cabeza inclinada sobre su pipa intentando encenderla. Al levantar la mirada y asombrado ante el inesperado espectáculo que sucedía frente a sus ojos, dejó caer el fósforo encendido que sostenía entre sus dedos.

No sabemos bien si ese fue el motivo o el calor de los cuerpos arremolinados en una pasión repentina lo que inició el incendio.

Por fortuna todos pudieron salir antes de que el almacén se transformara en una pila de escombros.

Las distintas versiones de lo sucedido llenaron las conversaciones de vereda durante varios meses. La Sociedad de Fomento organizó una rifa para ayudar a Don Damián a reconstruir el almacén. Esa mañana Reinaldo no pudo conseguir los cuatro litros de querosén que necesitaba para hacer funcionar su vieja estufa. Pero, recibió a cambio, durante el crudo invierno, la caricia de unos pies calientes

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