Llegué a mi casa con la sensación de que esa noche moriría. Mi madre me saludó como de costumbre sin desviar la mirada del televisor. De camino había comprado la cena, pollo con ensalada, una porción para cada uno.
Estuve tentado de contarle sobre mi presentimiento, pero me pareció inoportuno. El programa que estaba viendo terminaría en cinco minutos y decirle que sospechaba que esa noche me iba a morir me enfrentaría a la posibilidad de que se sintiera molesta por interrumpir el final de la novela.
Cenamos en silencio como de costumbre con el televisor como invitado especial. Intenté dos veces hacerle saber de mi preocupación, pero el movimiento de su mano censurando cualquier comentario hizo que apenas pudiese emitir un sonido de resignación.
Levanté la mesa, lavé los platos y me desplomé en el reducido espacio que mi madre me dejaba para continuar viendo el programa que como todas las noches había elegido.
El temor por morir esa noche se fue transformando en un deseo atrapante. Lograr que fuese por mi propia voluntad, morir sin que la muerte viniese a buscarme.
A mi madre no le importaría demasiado o tal vez si, pero no tanto como si el televisor se descompusiera.
Extasiada disfrutaba la película que tantas veces habíamos visto como si fuese un estreno. En cambio, yo, a manera de protección, me fui dormitando recostado en el sillón.
En lo mas intimo de mi ser el deseo de morir se fue incrementando, hasta que lo logré.
Ya muerto, por decisión propia, seguía recostado al lado de mi madre, la película no había terminado todavía cuando se percató que mi cuerpo ya sin vida se había desplomado sobre ella.
Desde mi esencia espiritual, deambulando por la habitación, observé que de sus ojos corrían un par de gruesas lágrimas, no me extrañó, sobre el final esa película siempre la hizo llorar.