La divise desde lejos, era ella, con su inconfundible manera de caminar, el pelo ensortijado sobre los hombros, la imponente presencia que provoca que su entorno resulte insignificante.
Al acercarnos un poco más pude notar su gesto de sorpresa. Aunque su mirada no se dirigía hacia mí, supe que mi presencia la había perturbado. Conocía la manera en que su rostro se transfiguraba en una mueca de frustración ante hechos inesperados. Con la convicción de que así había sido me detuve para observarla.
Para disimular revolvió en la cartera como si buscara algo, miró hacia la vereda de enfrente que se presentaba como una buena alternativa para eludirme.
Yo desaceleré mis pasos, imaginé lo que estaría pensando, tantos años sin vernos, es decir sin verme, porque yo la tengo presente a cada instante cuando deambulo por el barrio solo para verla pasar y sentir su presencia.
Pero esta vez la casualidad hizo que nos crucemos en una calle donde nunca transitamos, un lugar desconocido para ambos o por lo menos para mí. Aunque si lo pienso bien, fue en esta esquina donde nos encontramos por primera vez.
Esa mañana, como de costumbre, me subí al colectivo que me llevaba a la facultad. Mientras mi mente se esforzaba en justificarme por no haber estudiado lo suficiente para el parcial, la vi, caminaba con su andar desgarbado e impertinente. No dudé un instante en bajarme e interrumpir su paso para presentarme como si fuera un personaje conocido.
Soy Alfredo, el futuro padre de tus hijos.
Ella desconcertada murmuró, Sofi.
¿Puedo acompañarte?
¿Hasta dónde?, preguntó desde sus inocentes quince años.
Mi respuesta fue cursi pero efectiva, hasta el fin del mundo murmuré con voz de galán de telenovela.
Fueron cinco años de noviazgo sostenido por mi insistencia en persistir con una relación que el tiempo se encargaría de deshacer. La diferencia de edad y de gustos fue minando lo que creí era nuestra historia de amor.
A ella le apasionaba ir a bailar, a mi quedarnos en su casa mirando televisión. Ella moría por Diego Torres, yo por Serrat. Ella era joven y bonita, yo maduro, anticuado y tremendamente celoso.
Y como todo en la vida se termina y raramente nos casamos con la primera novia, una tarde de verano me devolvió el anillo que le había regalado y obligado a usar, diciéndome que quería ser libre. -Libre de mí-, porque el nuevo vecino la había deslumbrado con sus ojos claros y su sonrisa ganadora.
Solo para tenerla cerca me hice amigo de Daniel que en poco tiempo había ganado el lugar de novio oficial con aprobación de la familia incluida.
Mi enferma intención era que Sofía, al verme derrotado, se sintiese culpable del curso que había tomado mi vida.
Me fui derrumbando como un edificio en demolición, modifiqué mis hábitos, abandoné a mis amigos de siempre, ya no tenía fuerzas para estudiar y menos para trabajar. Dejé la facultad y obligado por mi madre que no aguantaba verme tirado en la cama todo el día, me postulé en diversos trabajos. Ninguno me conformaba y por supuesto para ninguno calificaba.
La muerte de la vieja precipitó la caída, mi vida se tornó monótona y solitaria.
Cada tarde me subía al mismo colectivo desde donde la divisé por primera vez, bajaba ilusionado para verla caminar como un recuerdo que apenas se corporizaba, solo una evocación de aquel momento mágico en el que la conocí. Iba y venía sin solución de continuidad, movido solo por mis deseos de encontrarla, ausente del variado entorno de pasajeros de imagen difusa, transitando tal vez un destino parecido al mío.
Hoy no dudé, forcé el encuentro y aquí estoy, a punto de encararla como aquella vez, dispuesto a luchar por lo que perdí hace más de veinte años.
Para mal o para bien sería inevitable. ¿Qué sucedería cuando nos cruzáramos?, pensé. ¿Quizás un saludo de compromiso que mostraría el rencor que no se había disipado con el tiempo? ¿Una sonrisa obligada por el encuentro inesperado para ella? ¿Al verme se animaría a detenerse y mostrar cierta alegría?
¡Qué sorpresa!, diría ella.
¡No lo puedo creer! contestaría yo.
¿Vivís por aquí?, preguntaría ella.
No, respondería yo.
Qué lindo verte diría ella.
Yo intentaría preguntar algo más, pero el ringtone del teléfono interrumpiría el vano intento de conversación.
Ella diría, discúlpame tengo que atender. Yo me quedaría esperando el fin de la comunicación, ella se movería nerviosa preguntándose ¿porque no se va?
Yo esperaría infructuosamente para animarme a decirle que, a pesar del tiempo transcurrido sigo enamorado, que su imagen me acompaña en cada momento, que desde el día que nos separamos vivo en el infierno.
Ella cortaría la llamada y con una sonrisa de resignación se acercaría con la intención de darme un beso, se detendría sorprendida del gesto instintivo que estaba a punto de realizar. Yo temblaría ante la posibilidad de volver a percibir su aroma, una esperanza se avivaría en mí. Pero como sucede una y otra vez la imagen se detuvo, se fue disipando como pasa con cada vivencia que mi cerebro imagina desde su realidad virtual. Porque por más que lo intento ya no estoy aquí, solo vago entre los recuerdos de quienes me conocieron, ensayo situaciones que nunca sucederán, me entremezclo entre los mortales tratando de arrebatarles parte de su humanidad.
Vuelvo a subirme al colectivo donde nadie nota mi presencia, busco un asiento vacío u ocupado, da lo mismo, y reinicio el recorrido una y otra vez.
Me encanto amor, y que bueno que volviste a publicarIII
Gracias!
Muy, pero muy bueno Hector… desde las primeras imágenes hasta los últimos pensamientos…. Estás dominando este género cada vez mejor
Gracias, siempre tan generoso
muy bueno, me gusto mucho!!!!
Gracias!