La puerta de la alacena caía inquisidora hacia la mesada de mármol, reclamando los platos y cubiertos diseminados a los costados de la pileta, que una vez lavados y secos se ubicarían en su interior. La bisagra, agotada de sostenerse sin la colaboración de la madera descompuesta por la humedad, había cedido, dejando al descubierto una taza mediana. Se trataba de un recipiente redondo y alto. Al esmaltado lo surcaban líneas entrecruzadas formando una telaraña. Con dificultad se leía una inscripción en letras azules descoloridas: Tú y Yo.
El ambiente en la cocina evoca una tarde brumosa, donde la visibilidad se reduce a un brazo de distancia. Por la ventanita que da al pasillo de entrada, unos débiles rayos de luz se filtran formando infinitos puntos luminosos. El contraste descubre un universo diminuto que se enciende y apaga dándole protagonismo a seres minúsculos, motas de polvo que reflejan la vida de los habitantes de la casa.
Dos recipientes de sal y pimienta decorados con motivos de playa, alineados junto a una botella de aceite y otra de vinagre, descansan sobre el purificador de aire transformado en una repisa.
La grasa y el hollín se apropiaron de las paredes y el techo, haciendo difícil recordar de qué color fueron pintados la última vez.
El café tarda en calentarse, a Mirtha la tiene sin cuidado, no la asombra que el paso del tiempo demore asuntos tan triviales como calentar el agua. Los agujeros semitapados de la hornalla dejan pasar con dificultad un suspiro de gas que apenas logra encender una llamita pálida, desteñida, casi invisible.
Como todas la mañanas, Mirtha prepara el desayuno, hoy en lugar de hacerlo vestida solo con corpiño y bombacha como es su costumbre, tiene puesto unas bermudas color naranja y una blusa. Un par de zapatillas deportivas remplazan las desgastadas ojotas. Sin embargo, por debajo de la ropa la piel se niega a sostenerse y atraída por la gravedad se desliza formando surcos al costado de la espalda. Pero hoy no está dispuesta a mostrar la decadencia de su cuerpo que alguna vez fue más armónico.
Mientras Mirtha continúa con la rutina de todas las mañanas Juan, sentado a la mesa aguarda el desayuno. La mira extrañado, percibe algo diferente sin reparar en el esfuerzo de su esposa en darle un giro a su vidas.
Ajeno a esa realidad se sumerge en los recuerdos, su mente se interna en la época de noviazgo y primeros años de casados, tiempos felices que al añorarlos le arranca una sonrisa. Los hijos transformaron a la pareja en familia, más tarde partieron dejando el nido vacío. Con los años la paz del hogar se convirtió en un somnífero, la soledad de a dos hizo el resto.
Para Mirtha Juan se había vuelto invisible, un huésped obligado al que debía atender. ¿Cuándo sucedió, a partir de qué momento se fueron mimetizando con las paredes opacas, las luces bajas, el ruido del ventilador, la vajilla descolorida?
Juan se observó la panza que colgaba desde su pecho hundido, que ocultaba el cinturón como una catarata esconde la ladera que la contiene. Se incorporó imitando el esfuerzo de una tortuga que intenta escalar una piedra mayor a su tamaño. Acomodó la cadera y emprendió la marcha con desesperación, como si de repente su vida dependiera de lo que hiciese en ese momento. Ya en el baño se acercó al espejo con aumento, lo había comprado cuando empezó a notar que sobre su cara quedaban partes sin afeitar. Un anciano calvo, arrugado, con las orejas tapizadas de pelos gruesos, había ocupado el lugar de aquel joven de piel tersa y pelo abundante. Los surcos debajo de los ojos y en las sienes semejaban autopistas que conducían a unos ojos sin brillo que lo observaban desde un gris opaco, como en el que se había transformado su alma. Le llevó diez minutos tomar una ducha y afeitarse, vestido como para salir volvió a la cocina donde Mirtha untaba las tostadas. Ella lo miró extrañada, ¿qué vas a hacer ahora?, le preguntó con fastidio. Él sin responderle arrimó una silla, revolvió la caja de herramientas buscando el destornillador de mango amarillo. Su mano huesuda hizo girar el tornillo dentro de la madera apolillada, la puertita se enderezó, por un tiempo la bisagra aguantaría. Bajó con aire triunfante, con la sensación que aun en la derrota no todo estaba perdido. Mirtha recorrió con su mano la cara enrojecida por el esfuerzo, fue un gesto de resignación hecho caricia. Los dientes amarillos de Juan aportaron a la escena una sonrisa intrigante.
Recuperando el aliento le dijo, -Andá a ponerte linda, yo sirvo el café, te prometo que mañana, antes de desayunar, destapo los agujeros de la hornalla-.
En su habitación Mirtha eligió el vestido que el día anterior había comprado en el shopping, su cuerpo se acomodó tomando la forma de la prenda. Se maquilló como lo hacía años atrás, cuando Juan la llamaba por teléfono al salir del trabajo para invitarla al cine y luego a cenar. Su aspecto recuperó el toque de seducción que tanto extrañaba. Al salir de la habitación retrocedió para volver a mirarse en el espejo, ella había regresado. Miró hacia la cocina, nerviosa cargó el bolso que había preparado la noche anterior, al salir cerró la puerta cuidadosamente, ya en la calle, por primera vez en mucho tiempo, apuró el paso.
Pufffff. agobiante…… muy interesante que, a diferencia de otros cuentos, es la descripción de los objetos lo que dice todo…….muy bueno pero debo reponerme un poco…. ojalá que en esa puerta que se cierra haya realmente una salida