El día que Matías Salem cumplía ocho años tuvo que cumplir dieciocho. Un sueño imposible para los chicos de su edad pero un atajo obligado para Matu.
Saltearía los juegos de la niñez, la dolorosa pero ansiada adolescencia, el primer amor, la primera desilusión. Pero no hubo alternativa, su padre falleció repentinamente y como único varón de la casa tuvo que hacerse cargo de la familia. Amalia descubrió el don o la maldición con que cargaba su hijo el día de su primer cumpleaños. Como suele suceder, Amalia animó a Matías. Una vez más le dijo, al segundo soplido cumplió dos años.
Esta vez, desconociendo lo que estaba por suceder, al ver las dieciocho velitas desplegadas en su torta miró a su mamá, presintió que algo importante estaba por pasarle, ella con un gesto le ordenó apagarlas de una sola vez.
Al día siguiente sus pies se encontraban a una distancia mayor a la de sus manos que habían crecido al doble de su tamaño. Tenia la piel cubierta de pelos y una barba incipiente nacía en su cara. El espejo le devolvió la imagen de un joven conocido pero al que nunca había visto. Le tomó un par de días adaptarse a un cuerpo más robusto rebosante de hormonas que le provocaban sensaciones desconocidas. A medida que se afirmaba en su nuevo carácter, los recuerdos de la corta niñez se fueron disipando.
La primera tarea que su madre le encomendó fue cobrar el seguro de sepelio, tramitar la pensión y vender la vieja camioneta que usaba su padre para el reparto de comestibles. Se sentía apabullado con tanta responsabilidad, el cuerpo era solo un envase vacío, sin conocimientos ni emociones propias de un adulto.
A través del hermano de Amalia, que al igual que los demás integrantes de la familia y amigos, no se atrevió a preguntar como había sucedido la transformación, consiguió una entrevista de trabajo.
En el formulario de ingreso solicitaban estudios que no había cursado y experiencia que no tenía. Se atrevió a falsear un titulo inexistente y una pasantía en una empresa donde había trabajado su padre. Pero un escollo mas haría saltear años a su turbulenta vida, el puesto requería una edad mínima de veinticuatro años. Solo hicieron falta cinco velitas adicionales en su torta de cumpleaños número diecinueve para obtener el empleo.
Transformado en un apuesto joven Matías ingresó a la empresa de insumos industriales como auxiliar de laboratorio, a las órdenes de la Dra. Cevallos. La falta de experiencia no fue un escollo, perder la virginidad sobre el escritorio de su jefa, apuró el ascenso a supervisor. Las horas extras casi diarias fueron el tributo que debió pagar hasta que a la Dra. Cevallos le asignaron otro asistente.
Liberado del romance tormentoso conoció el amor, después de un corto noviazgo se casó con Julia, al año nació Florencia.
Al fin su vida se estabilizaba, hizo nuevos amigos, las reuniones del colegio de Florencia y los fines de semana en el club le hicieron olvidar el salto en el tiempo. Al morir su madre se sintió definitivamente liberado.
Pasaron algunos años de tensa calma, Matías se mantuvo atento a que, en cada cumpleaños, la cantidad de velitas correspondiesen a la edad que cada uno de la familia estaba por cumplir. Íntimamente lo abrumaba el presentimiento de que algún día se repitiese la historia. Y tal cual lo sospechaba ocurrió cuando su única hija cumplió ocho años.
Durante un festejo del colegio celebrando el día de la familia, Florencia compartió con sus compañeras una clínica de tenis con el recién incorporado profesor. Enamorada como una adolescente supo al instante que su edad no sería un escollo. Al día siguiente, al soplar las velitas, imaginó un número doce precediendo al ocho. A los años de vivir juntos, nació Tino
La vida había vuelto a complicarse con algo que Matías creía superado. Ese año cumpliría treinta y seis años y no encajaba que fuese padre de una hija de veintidós años y además abuelo. Habló con Julia y coincidieron que no había otra alternativa. Esta vez se necesitaron veinte velitas alrededor del número treinta y seis. Antes de soplar las cincuenta y siete Matías se juramentó que sería la última vez.
El tiempo había transcurrido tan velozmente que Matías Salem ni siquiera podía añorar sus años de juventud, los partidos de futbol en la canchita del barrio, los amigos y tampoco recordaba las travesuras de la niñez.
No tardó en preguntarse qué pasaría si en lugar de agregar velitas a la torta las quitara regresando a los tiempos que no pudo vivir. Una tarde se ocultó en el sótano de la casa, desplegó pacientemente las velitas que correspondían a su cumpleaños número cincuenta y ocho. Antes de soplarlas retiro cuarenta y una. Como había imaginado se transportó a los diecisiete años.
Para no crear sospechas antes de hacerlo justificó su ausencia con la excusa de que la compañía lo enviaba a supervisar las sucursales del interior del país. Una vez por semana regresaba en el tiempo por dos o tres días.
La primera vez permaneció en el barrio, con diecisiete años nadie lo reconocería. Buscó a sus amigos de la infancia, solo encontró a Tommy que con casi treinta años todavía cursaba la universidad, no lo reconoció. En su segundo viaje a la adolescencia, se coló en un campamento de la vieja escuela. Conoció a Sol, el amor adolescente postergado. La tentación de mantenerse en esa edad y ese tiempo se fue haciendo cada vez más fuerte.
Su hija y su nieta habían crecido, ya no lo necesitaban. La vida con Julia se había transformado en una rutina, quizás por los cambios físicos recurrentes de Matías o tal vez por el hastío natural que padecen los matrimonios después de muchos años juntos.
En los días previos a cumplir sesenta años Matu se dedicó a dejar organizada la vida de la familia. Le dejó una carta a Florencia donde le explicaba su decisión, ella lo comprendería. Por Julia no se preocupaba, quedaría al cuidado de su amigo Alberto, estaba seguro que se ocuparía de ella como lo venía haciendo los últimos años.
Esa noche su esposa estaba extrañamente provocativa, Matu conocía esa sonrisa, debería recurrir a la pastilla azul para complacerla. No tendrían invitados por lo que podían postergar la cena para vivir una última noche de amor.
Antes de las doce Matías bajó sigilosamente las escaleras con diecisiete velitas en la mano. Las dispuso cuidadosamente en los bordes de la torta formando un corazón, descartó el número sesenta y las encendió. Sopló con emoción, por una vez en su vida tomaba una decisión basada en sus propios deseos.
Escuchó una voz que cantaba el feliz cumpleaños, era Julia que parada al pie de la escalera aplaudía. Lo siento, atinó a decir Matías
-Yo también, le respondió Julia sonriente. Las incipientes cataratas de Matías no le permitieron ver el número noventa dibujado sobre la cubierta blanca de la torta. La suma resultó fatal, esa noche Matu Salem falleció de un paro cardiaco.
Jajajaja buenisimo. Siempre logras darle una vuelta de tuerca al final.
Soy Lauri, claramente.
Excelente Hector…… una verdadera metáfora de la vida y de esa vivencia interior que no tiene edad. Muy buen poder de síntesis!
Gracias!