Matricidio

Matar a una persona no es tarea fácil, requiere coraje, sobre todo, si se trata de un ser querido. El asesinato puede ser premeditado o producto de la ira que provoca descubrir una traición. En mi caso me guía un motivo superior para perpetrarlo. Anticiparse al deseo de matar, sabiendo que en algún momento surgirá el instinto criminal, es un privilegio, una  ventaja  para no cometer errores.

Mamá estaba segura que iba a suceder, lo que ignoraba era cuando y como. Consciente de su destino se mantenía en alerta constante, atenta como una gacela acechada por su predador. Tanto cuidado se transformó en un desafío que me obligaba a ser creativo, a elaborar estrategias posibles, concretas, para que el  asesino que  llevaba dentro, pudiese cumplir su cometido impunemente.

Desde de lo más profundo comencé a sentir que el momento se aproximaba. Estaba listo para iniciar mi preparación, para ello resultaba necesario recordar experiencias desagradables que haya sufrido por culpa de mi santa madre. Encontré muy pocas, por no decir ninguna. Era una dificultad pero no un impedimento, el deseo de matarla habitaba en mí, solo necesitaba elaborar un plan certero y tan real como la sangre que estaba dispuesto a derramar. No me enfrentaba a un enemigo sino a mi propia madre y mis motivos para matarla llevaban el sello de mi linaje.

En mi familia el matricidio es una tradición, durante siglos mis antepasados, asesinaron sistemáticamente a sus madres. La leyenda se remonta a principios de mil cuatrocientos en una aldea situada en la ladera de los montes Himalayos. Cuentan que el primogénito del señor de la comarca, al caer en la cuenta que debería compartir la herencia con sus hermanos por venir, decidió matar a su madre. El padre admirado por la valentía de su hijo mató a la suya y en menos de una semana todos los primogénitos de la región habían quedado huérfanos por propia voluntad.

Las familias prosperaron, los años siguientes las cosechas fueron abundantes y el sacrificio de las madres se  transformó en una ofrenda y un legado con el que cargamos los primogénitos. Ellas lo saben y lo aceptan aunque guiadas por natural  instinto de supervivencia, tratan de extender en el tiempo la sentencia. Algunas se rebelaron y pudieron escapar, inútil esfuerzo porque saben que tarde o temprano sus hijos las encontrarán.

A medida que pasaban los años mi deseo de matar a mami se fue acrecentando. Ella intentaba disuadirme, era una artista de las milanesas con huevos fritos, mantenía mi ropa impecable, su demostración de amor era directamente proporcional a su deseo de que no la asesinara. Pero sabía que tenía que suceder.

Comencé a percibir que su mirada no correspondía con su actitud. Cuando me acerqué a la adolescencia tomó distancia y sus caricias comenzaron a escasear. Yo aún no estaba enterado de su destino y que yo sería el protagonista de su partida temprana. Hasta que mi padre, en uno de nuestros encuentros semanales me hizo saber lo que mi instinto ya conocía.

Me contó que durante unas vacaciones en la sierra, había matado a mi abuela empujándola por un barranco. ¿Quién podría decir que no fue un accidente?, un genio mi viejo. Para mi abuelo fue más complicado, encontró a mi bisabuela ahorcada en la cocina con una nota pegada en la puerta de la heladera diciendo: Querido Juan, aguardar que te decidas me genera mucha angustia, sé que con mi actitud te decepciono, espero sepas perdonarme.

Debido al desgraciado acontecimiento el abuelo convocó a una reunión familiar. Analizaron la fatídica vuelta de la historia y luego de un profundo análisis, por unanimidad, le reconocieron a mi abuelo Juan la autoría, alegando que el suicidio solo adelantó los hechos. Para el nono resultó una frustración pero tuvo una segunda oportunidad. Su padre volvió a casarse con una mujer que padecía de insomnio. La pobre madrastra, como no estaba al tanto de la tradición, aceptó confiada una pastilla para dormir que gentilmente el abuelo le ofreció.

Mis cromosomas poseían esa herencia maldita, cierto día nos despertábamos con el deseo irrefrenable de ejecutarlas con nuestras propias manos. Era el llamado de los ancestros y los tiempos para mí se habían cumplido.

Pero matar requiere una dosis de frialdad mezclado con coraje y cierta cuota de desprecio. Contaba con el instinto asesino, solo me faltaba un bautismo de muerte para asegurarme de que llegado el momento no flaquearía.

La muerte no sería violenta, un poco de sufrimiento sobre el final cuando tratase de aferrarse a la vida con la mirada puesta en lo que más amaba, su hijo.

Para adquirir los atributos que me transformaran en un perfecto asesino, debía entrenarme rigurosamente. Ningún varón había dejado un manual de instrucciones o un diario donde transmitiese sus experiencias criminales. Hubiese sido de utilidad para las generaciones futuras, aunque un elemento incriminatorio, tanto para el asesino como para la familia.

En la terraza del edificio donde vivíamos organicé el primer ensayo. Para no generar sospechas subí por la escalera cuidando que la taza llena de leche no se derramara, los pequeños detalles son los que nos delatan. Esperé que cayera la noche, apoyé la tacita en el piso y me escondí detrás del medidor de gas. En menos de diez minutos apareció el gato del vecino, el color blanco de su pelaje lo hacía visible a pesar de la oscuridad. La lengüita chapoteaba sobre la leche a un ritmo incesante y veloz, cada tanto levantaba la cabeza mirando hacia los costados en actitud vigilante. Calculé el tiempo que dedicaba a protegerse de un eventual peligro, cuando su atención se centró en el alimento me abalancé sobre él y lo tomé del cuello. Se resistió, esa era mi idea, necesitaba que mi primera víctima lo hiciera porque mi madre también lo haría. El gatito luchó con esmero, mis manos no le dieron ninguna posibilidad, su mirada se fue apagando y sus ojos quedaron fijos en el cielo donde supongo también los felinos pasan su vida eterna.

Satisfecho bajé al departamento saboreando la sensación que el asesino siente al haber ultimado a su víctima de manera eficiente. Antes hice desaparecer el cuerpo, ardió durante diez minutos en un tacho con querosén. Luego desparramé las cenizas por los conductos de ventilación, lo había visto en una película. Los vecinos putearon durante un par de días y le echaron la culpa al portero, una señal de que mis planes marcharían bien.

Continué con mi entrenamiento imaginando otros escenarios y victimas más apetecibles. Por las noches, desde la ventana de mi dormitorio, alcanzaba a ver a la hija del portero cuando se desvestía, un bomboncito. Me tentó adoptar un perfil de asesino serial y de paso satisfacerme sexualmente. Fue solo un instante, no podía dejar que una calentura pasajera entorpeciera mis planes.

¿Quién sería apto para que lo matara? Necesitaba un hilo conductor, alguien cercano al que le tuviera cierto aprecio, un conocido que me resultara simpático, alguien matable.

Cuando mi primo murió de sobredosis (nunca se había drogado), mami  comenzó a tomar algunas precauciones. Instaló una puerta blindada en el dormitorio, preparaba la comida con los ingredientes que ella misma adquiría en el supermercado y hasta llegó a guardar la yerba y el azúcar bajo llave en su mesita de luz. Cada envase de comida que sobraba lo cubría con un film sellado al que le estampaba su firma. No bebía ningún líquido salvo que ella lo abriera por primera vez asegurándose que el corcho o la tapa fuesen originales.

Su comportamiento logró que mi adrenalina alcanzara los niveles necesarios para iniciar el ataque. Me obligó a esforzarme más de lo esperado, para no precipitarme desaparecí por unos días, mi actitud la pondría nerviosa y en ese estado el descuido sería inevitable. Esa noche dejó sin llave la puerta de la cocina, sospeché que se resistiría tendiéndome una trampa, intentando dar vuelta la historia. Por primera vez en nuestra familia la madre se transformaría en la asesina y el hijo en la victima. Aunque lo lograra no podría soportar la culpa y terminaría suicidándose.

En cambio nosotros, los hijos, los de mi estirpe, cumplimos lo que nos está mandado sin remordimientos, necesitamos a nuestra madre muerta para poder continuar con nuestras vidas

Mami dormía en el sillón del living con un libro cubriendo su cara, al acercarme alcancé a ver la pistola sobre la mesa. Reconozco que fue rápida, el primer disparo me  rozó la oreja izquierda, el segundo impacto en mi hombro, caí de espaldas sobre la alfombra, se había salido con la suya.

Como una fiera atraída por la sangre que brotaba de mi cuerpo se acercó para darme el tiro de gracia. Esperé, la historia estaba por revertirse pero no pudo hacerlo, dejó caer el revólver, se acostó a mi lado y como un condenado frente a un pelotón de fusilamiento dijo, cumplí con tu deber.

Cuando su vida se escurría entre mis manos me miró con ternura, una sensación desconocida recorrió mi cuerpo, después supe que era piedad,  atiné a aflojar pero ya era tarde.

3 comentarios en “Matricidio

  1. …..un loco relato…..uno de los tantos a los que el autor nos tiene acostumbrados. Como siempre una sola lectura del principio al final casi sin respirar.

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