Los diez esqueletos

Los diez esqueletos

 

El titulo me condicionaba, en el taller de narrativa al que había asistido durante el verano, me habían asegurado que para que un texto tuviese fortaleza y captara la atención del lector desde el principio, era necesario impactar con un buen titulo.

La disertante que según confesó nunca había escrito nada, basó su argumento en un artículo que había leído en la revista “El autor” de la cual se había editado un solo número.

Deseoso de explorar nuevos senderos en este arduo camino que elegí, -a pesar de los consejos de mis amigos después de haber leído mi primer libro de cuentos-, me dispuse a seguir la premisa que me pareció original o por lo menos desafiante.

Al principio el titulo en cuestión me sonó un poco duro, supongo que por tratarse de huesos, pero deduje que siendo esqueletos desprovistos de carne y por consiguiente privados de nutrientes, estos serian sin duda frágiles.

Antes de empezar a escribir me cuestioné la cantidad; ¿porque diez esqueletos y no dos o cinco? Rápidamente me respondí que es un número que el cerebro registra en forma inmediata. Para terminar de convencerme argumenté, solo para mi tranquilidad, que cuando se trata de la mejor nota de un examen, el jugador de futbol estrella o un ranking entre los mejores, el diez es el número apropiado. Además porque debía preocuparme, si finalmente le cifra no encajaba  podía cambiarla por tres o cuatro según se vaya desarrollando la historia, si es que se me ocurría algo al respecto.

Sin más preámbulos  y dando como valido lo aprendido, – que el titulo refleje la importancia del texto-, me sumergí en la temida hoja en blanco (no tanto porque ya estaba escrito el titulo), dispuesto a escribir uno de mis mejores cuentos o tal vez mi primer novela.

La escena principal transcurre en una mansión desocupada durante décadas, un tenebroso castillo de la campiña inglesa. En su interior habita un fantasma  con forma de esqueleto. Una familia norteamericana muy acaudalada, deseosa de agregar alcurnia a su billetera, adquiere la mansión propiedad de un lord inglés en decadencia, ultimo heredero de una ilustre familia británica. El fantasma es ni más ni menos que el abuelo del lord, el cual había sido brutalmente asesinado. Este siniestro personaje, furioso por la invasión de los yanquis adinerados, se decide a espantar a los intrusos como lo había hecho antes con sus parientes, el servicio domestico y todo aquel que se aventuraba a quedarse más de dos días en la mansión.

Mientras reflexionaba acerca de que solo contaba con un esqueleto y me faltarían nueve para que el texto coincidiera con el título, Beatriz, apoyada en el respaldo de mi silla, sin molestarse en pedirme permiso, leyó lo que había escrito hasta ese momento. -Oscar Wilde, me dijo mientras me acariciaba la cabeza. -No es para tanto le respondí orgulloso. No boludo, es un cuento de Oscar Wilde, su risa burlona  hizo añicos mi autoestima. Tenía razón, lo había leído recientemente y como sucede con los buenos textos había influido en mi mente al punto de hacerlo propio. Pero aun tenía el titulo y no estaba dispuesto a malgastar las cuatro horas y ciento cincuenta pesos del curso de narrativa.

Trasladé la situación a  un cementerio donde en el osario común, durante la noche, los huesos desparramados  se entremezclan para formar un esqueleto. No quedan ordenados de la manera correcta y se pueden ver tibias en lugar de humeros, filas de dedos donde deberían ir las costillas y cráneos que no encajan en su proporción con el tamaño del esqueleto. A esta altura me di cuenta que para describir diez formas diferentes de ensamble de los esqueletos necesitaría ilustrarme sobre nombres y funciones de los diferentes huesos del cuerpo humano. No es lo mismo un fémur que una clavícula y tal vez por desconocimiento correría el peligro de agregar una quijada de perro o de algún otro animal que algún gracioso haya tirado entre las osamentas.

Beatriz desde el living me llamó, empezaba Bones nuestra serie favorita. Me encontraba tan ensimismado en mi trabajo que no percibí su presencia. Esta vez no hubo sonrisa burlona ni gesto de desaprobación, enrulándome el pelo con el dedo índice me dijo compasivamente: Laura Yasàn. La miré extrañado, ella es poeta estuve a punto de responder. No llegué a mencionarlo, con un suspiro de impaciencia repitió: Laura Yasan, volvé al taller de escritura así dejas de escribir esas gansadas.

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