El pibe sin mirarme bajó el volumen de la radio con cara de fastidio, -que viejo choto-, creo que murmuró. En este bar solo se escucha tango, le dije varias veces, se hace el boludo. El médico me recomendó que no debo hacerme mala sangre pero tragarse la bronca tampoco es bueno, los que me conocen saben que se me pasa enseguida y perdono fácilmente.
Mi hermano como siempre llega tarde, seguro se demoró en tribunales hablando con algún colega o un cliente que trata de convencerlo que es inocente. No me jode esperarlo, es un momento especial de cada mañana, tomamos un cafecito y hablamos boludeces como cuando éramos pibes. Últimamente la conversación se parece a un sainete que nunca bajan de cartel. Yo le recrimino que ni de casualidad aparece por el geriátrico a visitar a la vieja y él me reclama que le devuelva de una buena vez el dinero que me prestó para poner el kiosco. Es nuestra manera de relacionarnos, una rutina que nos mantiene unidos a pesar de los rumbos distintos que tomaron nuestras vidas. Rulito, -como yo le digo y a él no le gusta ni mierda-, abogado con estudio propio, casado con dos hijos. Yo bohemio, músico y escritor fracasado, vendedor de libros, de teléfonos celulares y últimamente kiosquero.
Rulo siempre se destacó como el más inteligente y yo un zapallo que hasta me tenía que copiar la tabla del dos. Él acopiaba la mirada cálida de mi padre, era su preferido. A mi me tenia cagando como si tuviera que pagar por una falta que no había cometido. A Rulo lo mandaron a la facultad y yo fui a parar como aprendiz al taller mecánico del colorado Miguel. Los vecinos comentaban por lo bajo lo parecidos que éramos, por el color de pelo, yo como era chico no me daba cuenta y después no me importó. Miguel era un tipazo, a las siete bajábamos la cortina del taller y corríamos hacia el bar. Nos mandábamos un café con leche con tres medialunas cada uno. Me enseñó a jugar al billar, a piropear a las minas, a escurrir las horas mirando hacia la vereda añorando los tiempos idos y esperando un porvenir que nunca llegaría.
El bar me fue absorbiendo, por él perdí cada uno de los laburos que tuve, la gallega me aguantó apenas un año, sumé fracaso tras otro, solo para que en el boliche me distinguieran como habitué. Hacerme conocido en este ámbito fue como si hubiese recibido un título que no pude lograr.
Desde hace un tiempo solo observo a la gente, algunos solitarios, otros en pareja, como los de la mesa de al lado. Ella parece enojada, los puños apretados, la línea de los labios tensa, las lágrimas se resisten a salir de sus ojos brillosos. Él conserva una expresión serena, se enrula la barba entrecana, la mira con dulzura, le abre la mano derecha y se la acaricia. La ternura suaviza el enojo y le arranca una sonrisa, cuando él sonríe noto que las facciones de ambos se asemejan. La nariz recta y filosa, los ojos castaños y la pera prominente, parecen hermanos. Imagino que tantos años juntos los han mimetizado, hasta el corte de pelo es similar, el de ella un poco más largo. Pongo atención en lo que hablan y confirmo mis sospechas, son hermanos.
En la otra mesa una rubia teñida hasta las cejas, flaca, con las tetas paradas como si se las hubiesen enroscado en el pecho, intenta convencer a una morochita de ojos achinados que se incorpore a su staff de venta domiciliaria, unos jabones creo. La entusiasma con que ganará más que limpiando casas ajenas, la chica sonríe con cierta vergüenza, le dice que lo tiene que consultar con la patrona, la rubia se acomoda en la silla y vuelve a empezar.
El café no llega, seguramente el pendejo se está tomando revancha porque le hice bajar la música, lo miro con odio. Un nene de ojos tristes pasa repartiendo estampitas, no tiene mas de diez años, donde estarán los padres me pregunto.
Le pedí a Norberto que esta vez fuera puntual, siempre lo mismo, si no llega en cinco minutos me voy a la mierda. Lo invito al pibe que se siente conmigo a comer un sándwich, mira la mesa sin la estampita y se va. Cedo al pensamiento fácil de que pide para drogarse pero prefiero no juzgarlo.
Rulo entra con cara de enojado, se sienta frente a mí sin saludarme, siempre fue rencoroso. En la última conversación que tuvimos le aseguré que le devolvería el dinero si él me prometía visitar a mamá, la vieja lo extraña, no me dice nada pero lo noto en el vacio de su mirada. Le hace una seña al mozo para que le traiga un café, apenas cortado como siempre. Espero que inicie la conversación, es inútil, no me registra. Enciende un cigarrillo, yo hace un tiempo que lo dejé por eso Rulo no me convida. Me costó dejarlo, el médico me dijo: -si no lo deja, el cigarrillo lo va a dejar a usted-.
El mozo viene con el cortado pero mi café no lo trae, miro al pibe de la barra, me parece que sonríe con malicia. Rulito se levanta, deja un billete de diez pesos y se va sin despedirse. Es rencoroso, pero es mi hermano, mañana va a venir, seguro que viene. Sabe que aquí me va a encontrar, en mi mesa de siempre, la misma en la que aquella mañana le pedí por última vez que visitara a la vieja.
entendí. Muy bueno.
Me encantó!. Supongo, que era el Morro ( Me creo un lugar común) el bar donde se desarrolla el relato.